Junto a los iconos de una época, la modernidad pare sus monstruos y los sitúa junto a éstos, en un ángulo que consigue evitar el ojo de la cámara, pero que el ojo del paseante percibe, escruta y da cuenta en su célula del mundo. Al lado del joven, ataviado de la indumentaria que no se atrevieron a llevar sus padres, se replica la trivialidad, nueva, impoluta, de marca, o sea, marcada, sin resistir su segundo ciclo como norma que dicta la moda y, por ello, sin reflejar la rebeldía más que en una mera intención de apariencia. Entonces vemos la caricatura de la adolescencia en el cine en la mirada de los que han envejecido sin poder traspasar el umbral de los sueños en dirección a la realidad, tocados por un sortilegio en el que el deseo era volver a ser jóvenes y no el de jamás hacerse viejos (“Big”, Penny Marshall, 1988).
Donde el cine de masas y la televisión de masas, o sea la publicidad, juegan a dar cola-cao y tigretón y heidi y espinete y camisetas del mundial 82 y chicles boomer, hasta donde comienzan los dominios de lo real y la gente se arruga y pierde el pelo y pasa el tiempo y nos hacemos hijos de los muertos, el dinero, la responsabilidad, el trabajo, el tajo, la abstemia, hay otros que miran los relojes casio de la primera comunión y abandonan los calendarios y las marcas de las puertas con su altura y prefieren la compañía de las cosas inalcanzables, no porque sean imposibles, sino porque aún no ha llegado la edad y no llegará nunca (“Las vírgenes suicidas”, Sofia Coppola, 1999). La generación del aún no, del mañana quizás, del sí, pero... (“Martín (Hache)”, Adolfo Aristarain, 1997). En algún momento el gabinete del gobierno mundial en la sombra dispuso que los eternos adolescentes eran mucho más rentables como meros consumidores de chucherías que como esclavos de otros gastos. Más rentables, más dóciles, más inútiles para la revolución (“Idiocracia”, Mike Judge, 2006). En algún momento de la historia alguien tomó la decisión de condenar a mujeres y hombres a vivir como adolescentes caducos, material de derribo de las modas anuales, niños que cuentan su tesoro mientras corren por las tiendas (“Mallrats”, Kevin Smith, 1995).
De todo lo que he visto en internet sobre el cine adolescente, sobre la diferencia entre los que dieron el paso de hacer memoria de la última etapa de la infancia (“Los juncos salvajes”, André Téchiné, 1994), y los que aún tienen pendiente ese paso (“Las aventuras de Ford Fairlane”, Renny Harlin, 1990), el personaje que más me ha llamado la atención es sin duda el escritor Carlos Serrano, que resume los excesos infantiles, los rasgos extremos, las taras disfuncionales de una generación que seguirá esperando. Carlos Serrano, aficionado a todo lo que algunos dejaron olvidado en la adolescencia, los grupos musicales entre amigos del barrio (“Grease”, Randal Kleiser, 1978), las cartas a revistas locales (“Casi famosos”, Cameron Crowe, 2000), los cortometrajes con familiares (“Capturing the friedmans”, Andrew Jarecki, 2003), el porno escondido tras la cómoda (“Elephant”, Gus Van Sant, 2003), las películas de videoclub (“Calles de fuego”, Walter Hill, 1984), el internet de colores chillones (“American Grafitti”, George Lucas, 1973), la búsqueda en las películas de adultos de una escena de cama (“Y tu mamá también”, Alfonso Cuarón, 2001), los chicos que creían que vivían en una parte del mundo por la que jamás pasaría una estrella (“Hackers”, Ian Softley, 1995).
Amateur del interior de las cajas que están en los garajes, en los trasteros o en los basureros, porque la adolescencia es una etapa de la vida condenada al olvido que arrastra innecesariamente la belleza de la infancia a un pozo (“Cuenta conmigo”, Rob Reiner, 1986). La adolescencia es un invento de la civilización, de la protección, del bienestar (“El lago azul”, Randal Kleiser, 1980). Los seres humanos se han hecho siempre hombres y mujeres sin pedir nada a a sus padres más que la instrucción, la paciencia, la astucia, la fuerza (“La Guerra de las Galaxias”, George Lucas, 1977). Durante generaciones se pasó de niños a hombres sin merodear objetos en los chamizos de los tenderos (“Amor a quemarropa”, Tony Scott, 1993), sin desear a oscuras arrasar los árboles frutales o las manadas de animales salvajes (“El señor de las moscas”, Harry Hook, 1990); el fin de la infancia y el comienzo de la vida adulta lo marcaba sólo la capacidad para encontrar un compañero de fatigas (“Krámpack”, Cesc Gay, 2000) y la energía para desempeñar el trabajo de alimentarse y de sobrevivir a los vivos (“El Rey de la Colina”, Steven Soderbergh, 1993). Cuanto mayor es el bienestar de una sociedad mayor es el número de los que se resisten a abandonar el nido, los que van contra natura, los que condenan el tiempo a ser un ejercicio estéril de repetición del pasado (“Risky Business”, Paul Brickman, 1985).
Carlos Serrano maneja las coordenadas del entretenimiento en los subproductos de género de videoclub, el gore, el slasher, el porno extremo, el cine “S”, las apariciones de lolitas con comportamiento de adultas a las que cada vez más se dedica el cine de Hollywood, empatiza de tal modo con estos subgéneros que asume su parte alícuota de su éxito o de su fracaso, escribe no como un espectador, ni siquiera como un cinéfilo de dudoso gusto y rayano con la ilegalidad, sino como parte de esa industria del espectáculo que necesita que una de sus piezas sean los aficionados enfermizos a sus peores productos, los que deben proponer a sus congéneres que aquí vale todo y que en todo hay algo que aprender, por repetitiva, insana y vacua que sea la lección que oferta una película alemana de gore rodada con nueve mil euros (“Violent Shit”, Andreas Schnaas, 1987) o una película estadounidense de cuarenta millones de dolares que vende a una chica con apariencia de niña empuñando una pistola mientras chupa una piruleta (“Push”, Paul McGuigan, 2009).
Sin embargo, si se quiere saber qué sucede en el interior de los cerebros expuestos al cine comercial adolescente, al ocio supuestamente sano de los cines de los centros comerciales, a la actualización de eso supuestamente tan bonito de las palomitas y las coca-colas en las salas, qué rastro dejan en las cabezas de la gente, y qué es lo que realmente les llama la atención cuando hablan sin tapujos y confiesan sus filias y sus fobias al dominio público, entonces hay que echar un vistazo a tipos como Carlos Serrano, que como el autor de la catedral de Mejorada del Campo, Justo Gallego, va construyendo tenazmente su obra con los restos de las basuras.