Cuando Fassbinder concluyó La ansiedad de Veronika Voss (“Die Sehnsucht der Veronika Voss”), Oso de Oro del Festival de Berlín de 1982, le quedaban unos pocos meses de vida. Los clichés etiquetan esta película como prácticamente su testamento cinematográfico, ya que tras ella sólo filma “Querelle”, basada en un novela de Jean Genet. Muerto con 37 años, en los últimos 14 rodó más de 40 films. Fassbinder, al contrario del efecto con el que los hagiógrafos rubrican al artista joven malogrado, no dejó una obra inconclusa. La suya fue una carrera consciente de la muerte en la que ese testamento comenzó a rodarse a los 23 años y en el que legó, al completo, vida y obra artística.
Armin Mueller-Stahl, del que se conmemora en esta edición de la Berlinale su apasionante carrera, interpreta a un personaje esencial de la cinta. El ex-marido de una actriz caída en desgracia y acompañada en esa caída de la ansiedad por los focos y por el remedo de estos, la droga. Mueller-Stahl, que había huido dos años antes de la Alemania del capitalismo de estado a la Alemania del capitalismo de libre empresa, fue acogido por Fassbinder y participó consecutivamente en “Lola” (1981) y en este film, entrando en la historia del cine a la que vez que saltaba un muro.
“La ansiedad de Verónica Voss” es un correlato de la vida de la actriz Sybille Schmitz. Schmitz, que después de la guerra fue olvidada y confinada, hasta su muerte, en un psiquiátrico por su adicción a la morfina, rodó multitud de películas durante el nazismo y fue una de las actrices preferidas del régimen, aunque su imagen quedaría para siempre vinculada a “Titanic” la película de Herbert Selpin, rodada en 1943, que planteada por el Ministerio de Propaganda alemán como una alegoría del futuro del capitalismo anglosajón terminó simbolizando la derrota del régimen nazi y el triunfo de este, fortalecido por la asimilación de las ideas-fuerza de Hitler en la lucha contra los movimientos obreros.
Sybille Schmitz fue elegida para el papel protagonista, impulsada por el propio Goebbels, poniendo cara a la mayor producción del cine alemán hasta la fecha. Selpin fue denunciado durante el rodaje a la Gestapo, por el coguionista de la película, y fue “suicidado” en los calabozos al modo en el que la CDU lo haría unas décadas más tarde con los miembros de la RAF. “Titanic” fue un fracaso como panfleto, ya que la mirada de los alemanes se reflejaba en el hundimiento de su propio trasatlántico, pero cinematográficamente fue un éxito 55 años después, cuando James Cameron recogía una cosecha de Oscars por su versión de la película en la que había fusilado multitud de planos y escenas, y varias de las historias colaterales, del film nacional-socialista.
Rainer Werner Fassbinder en sus declaraciones sobre “La ansiedad....” no parece que desee ceder demasiado sobre el paralelismo de su protagonista y la Schmitz. La intelectualidad alemana de los setenta practicaba la sana costumbre de presentar sus relatos en relación directa con la historia de Alemania y no con el metarelato construido por la vulgarización y simplificación de los medios de masas alemanes, que mucho tenían que ocultar sobre la naturaleza de sus propietarios y sobre la naturaleza de las ideas de su público de edad madura... Contar la historia de la actriz alemana no es lo mismo que contar la historia de -una- actriz alemana, de la primera manera se individua y se aisla perdiendo energía, de la segunda se hace universal y se explica la suerte que a la larga corren los que crecen cerca de los poderes establecidos.
Ahora vamos con la película. Rosel Zech interpreta a Verónica Voss. Hilmar Thate al periodista Robert Krohn. Annemarie Düringer a la doctora Marianne Katz. Armin Mueller-Stahl a Max Rehbein, el ex-marido y guionista de Verónica. Es mediados de los cincuenta. En un cine dan una vieja película de Verónica. El metraje se abre con un plano en el que distinguimos, en la oscuridad de la sala, el contorno de los asistentes y una escena donde una mujer se arrodilla ante otra suplicando una inyección de morfina a cambio de todas sus posesiones. Verónica Voss ocupa una de las butacas en el cine y permanece frente a la pantalla con los ojos cerrados.
El plano cambia y nos lleva al recuerdo de Verónica sobre el día en que rodaron esa escena. Ahora en vez de la oscuridad de una sala de cine contemplamos el brillo y la luz de un set de rodaje. No nos importa que la metáfora adecuada sea precisamente la contraria, la luz oscura de la reflexión ante lo creado contra la oscuridad blanca de la creación. Fassbinder cuenta con el punto de vista del espectador para que por si mismo llegue a las conclusiones correctas. Así, la luz artificial es tan luminosa que ciega el plano, y su ausencia es tan marcada que concentra los diálogos en la fotografía de los personajes. En “La ansiedad...” alternará los dos recursos para explicar a Verónica ante sí misma y ante los demás: la droga, la falta de uno, la luz blanca; el amor, el desdoblamiento, el doppelgänger, la luz oscura.
Verónica ha terminado de rodar una escena, quizás la que acabamos de ver en el cine. Max Rehbein, el marido de Verónica, la espera a la salida del set. Es el guionista. El director se acerca para felicitar a ambos, pero Verónica sólo mira a Max. Max le ha devuelto la luz de los focos sobre ella, el recitado de las palabras de un guión que sustituyen a las que podría pronunciar por sí misma. Volvemos al cine. Verónica se levanta de la butaca y sale de la proyección.
Llueve en Berlín. Robert Krohn camina por un parque que seguramente fue destruido durante la guerra, entre árboles jóvenes, con un abrigo, una gorra y un paraguas. Verónica llora apoyada en una farola. Su luz sólo es suficiente para iluminarle a ella. Krohn le ofrece su paraguas, Verónica ríe y traduce el ofrecimiento en una demanda, “paraguas y protección”, Krohn lo repite y asiente. Juntos llegan al tranvía. Sólo hay luz para Verónica y para parte del mundo que ella mira. Está asustada, teme que los pasajeros la reconozcan. El mundo es una amenaza cuando no permanece al otro lado de una pantalla de cine. Verónica baja del tranvía, Krohn aún no sabe a dónde la lleva el miedo.
Verónica llama a Krohn a medianoche. Le cita en un hotel de lujo de la capital alemana. Se interesa por su oficio de periodista deportivo. “La gente que lucha siempre es excitante. Las victorias son excitantes. Las derrotas... ¿Por qué lucha usted? Hábleme de sus victorias”. Lejos de ser un diálogo cortés, la escenificación del encuentro, el interés guerrero de Verónica, explica más a una mujer que intenta revalidar su deseo truncado tras la guerra con los oficiales nazis, que el de la indefensa criatura que lloraba entre los árboles replantados. A continuación llega un interés sexual que sirve como nexo a la impostación de aparentar un personaje que produce el reproche de no ser reconocido. Lujo en la posguerra, el hotel Privilege, rango, violencia y victoria, sexo, fama, la vida de esa Alemania cuando aún pensaban que podían ganar la guerra, al igual que sucede hoy con el viejo capitalismo.
Krohn se incomoda, Verónica se disculpa, Krohn contesta “Naturalmente, el cine no es la verdad”, Verónica grita al camarero “¡Mozo! Esta luz es espantosa. Encienda las velas y apáguela”. Y el plano se oscurece unos segundos hasta que el mozo las enciende y le da fuego a Verónica Voss. “Luz y sombras: los dos secretos del cine. ¿Cree usted que soy una mujer hermosa?”. - “Sí muy hermosa”. Verónica ríe y exclama “Una mujer con luces y sombras. ¿Tiene usted 300 marcos?”.
Lo que hace tan actual al cine de Fassbinder, más allá de esta declaración sobre el acto cinematográfico, sobre la mecánica de la imagen en su propio cine, y sobre el interior de la producción en general en el cine, incluso sobre el interior y el exterior de las carreras de actores y actrices que surgen bajo un poder político o económico, o de cualquier esclavo de cualquier otra industria ideológica, es que podemos reconocer en su personaje el entramado lógico, la línea discursiva de Verónica, o una paralela formada por los anhelos particulares de cualquier siervo tocado por la fortuna y caído en desgracia junto a su amo, o caído junto a las estrategias de consumo que dieron lugar a una moda ya pasada.
Y reconocernos en el estupor de Krohn, aunque nos supongamos más sagaces, más impermeables a la fascinación que produce en él Verónica, al fin y al cabo hemos visto morir un siglo y nacer otro. Pero quizás porque Krohn es un alemán de mediados de los cincuenta, que hizo la guerra, que levantó el brazo con sus conciudadanos, que gritó con ellos para sentirse más seguro, como decían en 1984, y que no sólo se queda boquiabierto ante el despliegue de las pulsiones de Verónica Voss sino que permanece fascinado a su lado, deseándola, porque representa la Alemania que casi podían tocar con sus manos, tan tangible como las canalladas con las que Hitler les convenció de la propiedad y de la jerarquía, tan quimérica como permanecer para siempre representada en el cine en su juventud y en la victoria genuina de los que se alimentan directamente de ella.
Krohn investiga en los archivos del periódico y es informado por una joven periodista. La historia de Verónica es la historia de la parte de la sociedad alemana que no fue ejecutada en los campos de concentración. No paró de rodar durante la guerra. Fue novia de Goebbels. Después dijo que el III Reich le prohibió trabajar. La creyeron, como se creían a sí mismos contando esa misma mentira. A la compañera del periódico de Krohn le interesan los perdedores, pero sólo mientras pierden. A la nueva Alemania sólo le interesa de la Historia que la vieja Alemania fue derrotada, pero la ignorancia no nos hace más fuertes, nos hace sólo ignorantes.
Krohn localiza el lugar en el que vive Verónica Voss. Es una pequeña clínica que dirige la doctora Marianne Katz. Los pacientes que Krohn encuentra en la puerta son discretos, aparentemente felices y cordiales. Más tarde descubriremos que son una pareja de ex-presos del campo de Treblinka que acuden a por drogas a la consulta de Katz para sobrevivir al horror del Holocausto, o al del Post-Holocausto. Finalmente se suicidarán, pero en el portal de la consulta parecen dos alemanes ancianos, alegres, en los que la guerra apenas hubiera sido un intermedio que sólo hubiera aportado cierta sabiduría que no puede discutirse con un extraño.
Krohn entra a la clínica, la enfermera le cierra la puerta pero al enterarse que es un periodista que busca a Verónica Voss abre de par en par. Nos introducimos en un escenario de un blanco absoluto, filmado con muchísima luz, hasta hacer indistinguibles los contornos de los objetos. No es la luz blanca con la que los cristianos parecen sentirse a salvo de su culpabilidad, es la luz en la que aparentemente no se dibuja nada todavía, la blancura de las nuevas construcciones, del plástico de la modernidad, de la pintura lavable, la luz engañosa que sobreexpone lo que muestra hasta hacerlo regular e invisible.
Katz le recibe unos minutos. Hablan de dinero ya que Krohn reclama sus trescientos marcos, justificando su presencia allí. Cuando la doctora le acompaña a la puerta de la clínica, que no es sino un piso bajo en un edificio berlinés, se produce uno de los planos más inquietantes de la película. Los dos hablan, una conversación de despedida, meramente formal, el escenario es el descrito, una superficie aparentemente desnuda que oculta cualquier rasgo del mobiliario, cualquier esquina, cualquier forma. Krohn, a la izquierda del plano, viste un abrigo oscuro, Katz, a la derecha, una bata blanca, y entre ellos, colándose por el intersticio de la puerta semi-abierta distinguimos la sombra de un pintor subido a una escalera que da una mano tras otra a la pared. Esta imagen, en absoluto trivial, no ha dejado de perseguir a Alemania. Alguien que busca en el pasado, alguien que lo oculta y alguien que, entre ellos, hace progresar monótonamente una capa de pintura que simula un mundo nato, reconstruido, ni siquiera amnésico, simplemente sin historia. Porque esa clase de luz, la luz de lo nuevo, ciega, oculta la Historia, la historia de los alemanes, la historia de sus objetos, la historia de su propio presente.
Hasta aquí esta introducción a una película inolvidable, inolvidable para todos excepto para aquellos en los que el sol alcanza su cenit para indicarles que deben mirarlo fijamente o la luna desaparece para que puedan mostrar ciegos sus dominios hasta donde llega la vista. Estos no han dejado de ser los tiempos a los que Rainer Fassbinder quiso mostrar su película.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en la Revista Cine Arte 16 y en la revista de Estética y Arte Contemporáneo Salón Kritik (Febrero de 2011)