Es difícil saber qué se puebla en nosotres, el público, cuando disfrutamos del cine. Si las conciencias recogen ese nuevo esqueje y se multiplican o si el mensaje se marina con lo que sucedió una hora antes, o sucederá una hora después de la película, quizás con la siguiente. Sabemos, eso sí, que del cine visto en un festival se impregna una huella mucho más luminosa que la que nos obtiene de una exhibición comercial o de un pase televisivo. Ver por ver es el ocio de quedarse en la orilla de una playa, ver para pensar es la inmersión en el fondo de un océano.
El Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, que a su edición de Abril de este año trajo tantos lugares del mundo que el mundo pareciera que se había refugiado en esa isla, guarda sus sinergias con un público que acepta y que estima ese cine recóndito quizás porque, como habitantes de un archipiélago, se saben a la vez parte y exterior de múltiples ubicaciones. Las Palmas es isla, isla de las islas, isla de un continente en otro continente, fracción de un mundo en otro. El cine que muestra es paraje de territorios que casi nadie se atreve a mostrar más allá de las minorías, fragmento de un objeto roto y verdadero que fue sustituido por uno falso, aviso y noticia para los que comunican el cine con un despacho.
“Jean Gentil”, una película de República Dominicana con coproducción de México y Alemania, dirigida por Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas obtuvo justificadamente el máximo galardón del Festival, la Lady Harimaguada de Oro, dotada con 65.000 €, uno de los premios de mayor cuantía en los festivales de todo el mundo. Pero por encima de ello “Jean Gentil” era la película más importante que se mostraba en el festival, por la originalidad de su discurso, donde jamás en el cine habíamos visto un personaje como el que protagoniza la película, por la actualidad de su temática, sumergida en acontecimientos muy recientes como la catástrofe del país vecino a República Dominicana, Haití, y por la profundidad de los temas de fondo que despliega detrás de una vicisitud contrastada entre la inocencia, la ignorancia y la realidad que excluye recurrentemente los dos primeros sustantivos.
Son tantos los ángulos de esta película que depende por dónde transite uno en ella se puede quedar en una historia aparentemente ajena, fruto de una circunstancia particular, o convertirse en un film que tenga un significado propio en el cine de principios de siglo. Irreductible al universo cultural de Occidente, por lo menos en las capas más avanzadas de su sociedad, no en las que siguen manteniendo algún tipo de creencia religiosa, luego veremos por qué, posee en una de sus caras un análisis que excede el retrato social para convertirse en un examen de antropología urbana del tercer mundo. El expulsado por la naturaleza, de un país expulsado del mundo por la economía (Haití), que recala a la ciudad de un país vecino que expulsa continuamente a sus habitantes (República Dominicana) y que allí es expulsado de la ciudad a la selva y de la selva, paradójicamente, se expulsa de la vida. Ese universo, pero también el del lenguaje, el de los idiomas, el francés, el inglés, que el protagonista, un profesor haitiano, enseñaba, y que el shock ha hecho perderse en la memoria, el del criollo, que por su propia naturaleza es una lengua nacida de la desubicación de pueblos arrancados de su tierra y arrojados a la esclavitud en una isla, en otro mundo; el del propio castellano, hablado por un hombre mayor como si fuera un niño, como si se tratara de la primera vez que habla con adultos, como si el idioma les perteneciera a los otros no por ser de un pueblo distinto sino por ser capaces de tener una lengua propia.
“Jean Gentil” es una historia sobre la Fe. Si acordamos en pensar que la catástrofe y la víctima son el arquetipo de la historia de la humanidad, entonces es una Historia de la Fe. El terremoto económico sobre tres cuartas partes de la humanidad es ignorado a base de Fe. El terremoto sísmico es aceptado por la Fe. El odio contra los que nos dejan indefensos ante ello se cura a base de Fe. La destrucción que originan se olvida a base de Fe. En el capitalismo los muertos se van a donde la Fe los lleva. Jean Gentil no ve nada porque tiene Fe, y pide, a nadie, que le saque, la realidad, de la Fe que lleva dentro. Así es, la Fe viene a llenar un hueco y a medida que pasan los años convierte el corazón en un vacío donde la justicia de este mundo se hace en ninguno.
De otros vacíos, de los que se recubren de banderitas de colores y de consignas que en fondo de sí saben que no son más que imposturas intelectuales, habla la siguiente película, “Jiabiangou (The Ditch)”, del director Wang Bing, coproducción de Hong Kong, Francia y Bélgica, y que se alzó con el Premio Especial del Jurado y con el Premio del Público y el Premio Signis del Festival.
“Jiabiangou” es una historia de los campos de reeducación chinos en la mal llamada “Revolución Cultural”. Pero su operación es mostrar sólo los signos aberrantes de ese dominio, que se comían los cadáveres de sus compañeros presos para luchar contra el hambre, que estaban abandonados en un desierto estéril por una ideología de cartón piedra. Eso ya lo sabemos, lo que es inaceptable es considerarlo a la luz de que ello obedeciera a una lógica de la propiedad colectiva contra la propiedad privada. De que el relato no se acompañe de la exposición de la semiótica del poder, es más, que eso no se declare, al contrario de como hace en la alemana mostrada en un ciclo paralelo, “Hitler, ein Film aus Deutschland” de Syberberg, sino como un reality show del canibalismo y, sin embargo, sean invisibles en el guión esos signos comunes a todas las formas de dominación y explotación que en el mundo son y han sido, pero que están ausentes en el film de Wang Bing porque elevar a la categoría de universales las atrocidades que narra iría en contra de los intereses que han hecho posible la película.
Un largometraje que algunos espectadores no pensarían que narra atrocidades, pero que lo son, es “Nannerl, la hermana de Mozart”, de René Féret, (Francia 2010) cuya historia gira en torno al sometimiento de las mujeres en sus sentimientos, y en la creación, por el patriarcado y por la monarquía, y que obtuvo el Premio a la Mejor Actriz ex-aequo a sus dos protagonistas Marie Féret y Lise Féret y la Lady Harimaguada de Plata a Mejor Película. Esta cinta, quizás la única convencional de la sección oficial, tenía la particularidad de que partiendo de los presupuestos de un cine hecho para enamorar al público de las convenciones sociales del siglo XVIII, pero sólo hasta el punto en que estas recluyen a sus hijas en monasterios o les prohíben tocar determinados instrumentos o tomar clases de composición, se filtraba, por la extraordinaria interpretación de sus protagonistas, en un alegato contra el orden de los sentidos del mundo que retrata con amabilidad y belleza el director, pero cuya crueldad se acentuaba en el contraste entre el poder inmanente y el talento nato. Y de otro modo las afinidades del público se decantaban por la figura de Nannerl, la hermana mayor de Mozart, antes que interesarse por el avatar del propio Mozart, cuya niñez seguramente fue hurtada por un padre que estaba muy cerca de mostrar el talento de sus hijos como atracciones de feria por las cortes europeas.
Inasequible al desaliento que produce el status quo de que aún tengamos como defensores del orden y el buen transcurso de la vida social a defensores de la monarquía capitalista, con o sin reyes, y no a sus contrarios, es el cineasta Pablo Llorca que trajo a Las Palmas su película “El Mundo que fue y el que es” (España, 2011) y que se llevó el premio para Pedro Casablanc a mejor actor, reconociéndose de ese modo una forma de filmar desprovista de épica en la que el actor lo es interpretando a un ser humano en su justa medida y no en la suma del espectáculo imaginario del héroe de una tragedia griega.
La película de Pablo Llorca que narra parte de la historia del PCE en su lucha militar contra la dictadura del caudillo fascista, y jefe de estado, Francisco Franco, transmitía ante todo la normalidad del compromiso político incluso aún cuando este pudiera llevar a la propia muerte. Normalidad que se registraba en el formato digital de la imagen que dejaba poco lugar para el preciosismo y que se instalaba sin épica, sin más ejemplaridad que la modestia de la propia realidad, en la conciencia del espectador que la tuviera. Llorca que ha rodado esta pieza de la historia de España sin subvenciones, sin el conocimiento siquiera del propio PCE y al margen de casi todas las reglas de lo que se supone debe ser el ingreso estricto por la puerta de atrás en el mercado de las ideologías puso en pié este proyecto con una valentía que hace honor a la historia que cuenta.
Por último, y el lector observará que contrarios a nuestra norma nos hemos fijado sólo en las películas premiadas porque en esta ocasión casi todas lo han sido merecidamente, “Illégal” de Olivier Masset-Depasse, premio al Mejor Director, producción belga con participación de Francia y Luxemburgo, que cuenta la historia de una mujer bielorusa, inmigrante en Bélgica, parcialmente presa de una mafia, pero mucho más extorsionada aún por las leyes de persecución contra el libre flujo de personas de la Europa demócrata-cristiana y social-liberal. “Illégal” retrata con minuciosidad esos procesos y los da réplica sosteniéndose únicamente en la apabullante interpretación de Anne Coesens. Una energía la de esta película que apuntala un palmarés del Festival de Las Palmas digno de la ambición y el criterio de los que saben que todo el cine que vale del mundo se hace en islas, con o sin mar.
Por José Ramón Otero Roko