La propaganda, que muchas veces toma el lugar de la historia durante los instantes en que el sujeto enuncia las ideas generales de su época, ya nos había periclitado. El socialismo utópico, el naturalismo zolaniano, el alma libertaria del pueblo, la redención del ser humano en los más altos ideales ilustrados. Enero, febrero, marzo y abril fueron los últimos meses de ese cuento del fin del fin, perpetrado por Fukuyama. Y a mediados de mayo la indicación del pasado de que el futuro se ganaba luchando en las calles volvió espontáneamente a llenar la conciencia de los ciudadanos de la Europa alter-civilizada, de la globalizadora de los sucesivos capitalismos que en el mundo han sido hasta llevar el planeta al borde de la ruina.
No será la última vez. El capitalismo podrá prorrogarse pero no continuar su desarrollo natural del beneficio privativo, hasta la destrucción de la humanidad, sin bañarse en sangre. Demasiadas fuerzas están en liza y la mitad de ellas son incapaces de darse cuenta del propio desastre que han creado. Todavía, entre las ruinas del modelo especulativo, y la degeneración política, se levantan las cruces y los vellocinos de oro intentando reclutar al devoto potencial de cualquier parroquia como soldado de Lope de Aguirre, en la travesía del mercado por el Orinoco.
Ahora se prestarán más oídos a las fábulas morales porque para empezar todo el mundo se ha dado cuenta de que eso precisamente es lo que le ha faltado a esta época desde que le dijeron a la gente que las utopías no servían. Robert Guédiguian ha escrito y dirigido una película, bellísima, sobre la personas de las que se reían los mercenarios de su banco amigo, lo que se llamaba “la buena gente de izquierdas”, esa que parecía instalada en una ingenuidad ridícula y que además no había logrado transmitir, la mayor parte de las veces, sus ideales a sus hijos, hasta que éstos se han encargado de dar la razón a lo que quedaba de juventud en sus padres en los últimos meses y en los que vendrán. La película Las nieves del Kilimanjaro de Guédiguian, una historia naturalista basada por contra en un poema del romántico Víctor Hugo, ha obtenido la Espiga de Plata y el Premio del Público en la Seminci de Valladolid. Las nieves del Kilimanjaro cuenta la historia de una pareja de militantes, él estibador en el puerto y delegado sindical de la CGT, ella cuidadora de una anciana, que tienen que enfrentar el ser víctimas de un robo por necesidad. Entonces, ante esa prueba, se manifiestan todos los dispositivos morales, los que el sistema ideológico-económico ha dejado insertos como minas entre la conciencia de la gente y los que aún resisten, nacidos de la cultura y la humanidad. El balance es avasallador, la historia clama el cielo que pintan los que hacen del mundo un infierno y a uno le llena el placer sólo de pensar qué dirá la caverna de esta película que contiene valores humanos que para ellos no tienen sitio siquiera en la imaginación.
Sin embargo la película de Guédiguian no se alzó con la espiga de oro. El jurado compuesto por Saâd Chraïbi (Marruecos), Görel Crona (Suecia), Sangeeta Datta
(India), Luisa Matienzo (España) y Kirill Razlogov (Rusia) personalidades algunas poco relevantes y seguramente en gran medida impuestas por los patrocinadores del Festival, alcanzó, en su más alta consideración, a dar una nota de provincialismo, una palabra completamente extraña a Valladolid y a la Seminci, y ofreció el máximo galardón a la película belga Hasta la vista de Geoffrey Enthoven, una comedia de corte humano, que a priori parecía destinada al mercado doméstico de origen en razón de uno de los leit motiv del film, la convivencia de flamencos y balones en Bélgica, pero que hizo fortuna en el jurado merced a que la historia contaba el viaje de un grupo de discapacitados a un prostíbulo de España. Una historia simpática, nadie se va a sentir ofendido por las razones por la que este país pueda ser destino turístico, bien lo saben los comisionistas de la costa española, pero que a duras penas justificaba su presencia en la sección oficial de un festival de categoría, menos aún en la lista de premiados.
Seguramente la película que debía de haber ganado y que el jurado ignoró porque darle un premio menor significaría reconocer que habían asistido a alguna de las sesiones para verla, es El niño de la bicicleta, de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, otra película belga, esta sí, nacida para dar qué pensar y reflexionar al público de cualquier lugar del mundo. El guión ejecutado con la distancia justa para que nadie se sintiese impelido a la empatía, sólo invitado a la contemplación de la historia y a establecer su propio correlato moral, daba cuenta de la odisea de un niño abandonado por su padre en un centro de acogida, de la determinación nacida de la angustia para hacerle recorrer el camino que va de la necesidad más primaria de afecto hasta los límites de la ausencia de los padres, de la oportunidad de una vida nueva al examen de madurez que las circunstancias le obligan a aprobar sin dejar de ser un niño. Y todo lo vemos como un vecino, como un amigo de un amigo, como alguien que te suena de vista. Como los ciudadanos de una Numancia inmensa que no dejara entrar en su burbuja a los correveydiles del miedo y el suceso.
Agnieszka Holland, por su largometraje In Darkness, recibió el Premio a la mejor Dirección del Festival. La cinta polaca, que representará este año a su país en los Oscar, es un relato también orientado, en primera instancia, a sus conciudadanos, en gran medida cómplices del exterminio de los judíos en su país. El relato nos lleva al Gueto de Varsovia y al encuentro de dos trabajadores del alcantarillado de la ciudad con un grupo de judíos que tratan de escapar a las razzias que se suceden continuamente en los barrios sitiados. Correctamente interpretada por un grupo de actores que entienden un guión lleno de semi-ocultos matices que solicitan del cómplice espectador a veces comprensión, a veces sublimar sus instintos más bajos y ofrecer un punto de misericordia, no olvidemos que los judíos pasan casi todo el metraje, más de dos horas y media, en las alcantarillas, y a buen seguro eso no deja de ser una pomada para quienes se sienten más cómodos en su país sin gente de otras religiones, la mano de la directora se nota en la voluntad de hacer universal esta historia, basada en hechos reales, y en la coherencia con la que trata un guión que se sabe comprometido por el desempeño mayoritario de los antepasados más inmediatos de sus compatriotas.
Otra cuestión es la bisoña exposición de De tu ventana a la mía, de la directora Paula Ortiz, premio a la mejor dirección novel de la Sección Oficial, a juicio del jurado al que nos hemos referido anteriormente. Este film, defendido por su directora con más claridad de conceptos que los que luego muestra en el metraje, es una de esas películas que desean ser especiales y que se preparan como un novio cursi para la cita con su primer amor después de veinte años sin verse. La narración, construida con todos los ingredientes que se saben necesarios para hacer una película mágica, el anarquismo intuido y explícito de varios de los personajes, la lucha de tres generaciones contra la mitad oscura de España, la sabiduría republicana y su exilio, el hilo conductor del amor para hacer frente al sitio del odio, todo naciendo del deseo más respetable, hacer una película que amen los espectadores y que se lleven en el corazón, es sin embargo una confitura empalagosa, una superproducción artificial del sentimiento, un momento singular que se siente de sobras calculado por un tercero. Hacen mal los productores en hacerse premiar películas tan malas porque al final el premio es al productor por haber tirado el dinero.
Ajenos por norma a las miserias de la promoción cinematográfica, pero pieza clave para los entendidos por su prestigio, el jurado de FIPRESCI para el festival resbaló notoriamente dando su premio a Monsieur Lazhar, del director canadiense Philippe Falardeau, a la que sólo se puede acceder, para dar un galardón tan preciado, por la vía de la simpatía con el refugiado, el inmigrante, una simpatía que compartimos, naturalmente, pero no hasta el punto de ver una película distinta de la que Falardeau ha rodado. Monsieur Lazhar cuenta la vicisitud de un exiliado argelino que llega a Canadá y encuentra trabajo como profesor de un colegio sustituyendo a una docente que se ha suicidado en una de las aulas. Su primera decisión marca el lugar por el que Falardeau quiere hacer pasar al público más conservador, y reticente a los extranjeros pobres, por taquilla. La difunta era una progresista que hacía formar las mesas de la clase en un semicírculo, Lahzar, proveniente de uno de esos países donde se ejecuta a los cantantes de musica Raï, dispone que las mesas han de volver al antiguo orden vertical, lo que seguro llena de lágrimas los ojos de los que claman por borrar el siglo XX y buscan aliados con los que regresar a la pedagogía de la vieja escuela. Esta estrategia, subida a un vehículo bien resuelto pero carente de correr ningún riesgo artístico, va dando tumbos sin que podamos compartir hacerla merecedora de una distinción tan notable y sólo cabe reseñar que el jurado internacional de FIPRESCI hizo más las veces de comité de ayuda al refugiado que de tribunal de la crítica de un festival de cine.
Y a pesar de todos los peros mereció la estancia en Valladolid disfrutar de esta sección oficial de corte social y humano, con dos obras muy notables, una interesante clase media y algunas películas bastante malas hechas para quienes les cupo la deferencia de aplaudirlas. Signos, algunos, para quien quiera verlos, de una Seminci futura sin deudas ni mansedumbres.
José Ramón Otero Roko
Publicado en el Semanario Cambio 16 y en la revista cultural Babab (Noviembre de 2011)