Los sistemas de representación jerárquica son autoniveladores, niegan esencialmente la identidad de quienes están en un estrato más bajo de la pirámide mientras acumulan símbolos en quienes se organizan en élites para relacionarse con los espectadores, los electores, o los, en definitiva, consumidores. Y a la vez redistribuyen las cargas materiales y emocionales, transaccionando unas por otras, porque redistribuir se puede hacer de muchas formas, por ejemplo expoliando a los agentes productores y aumentando la renta de la minoría que más riqueza reúne, o sea de quienes poseen los símbolos, la identidad y un objeto de sus emociones. El statu-quo cultural que se impuso tras la transición franquista consistió precisamente en eso, en evacuar los sentimientos de los agentes más dinámicos del antifranquismo, dejándolos sin finalidad, y depositándolos, en forma de reconocimiento económico, y lo que los griegos llamaban feme, en una serie de tótem culturales, inservibles por deceso o edad, y en estrellas mediáticas recién nacidas a la industria de la moderación ideológica.
El fácil ser moderado cuando uno no tiene mucho de qué preocuparse y los demás no le preocupan mucho. Es el caso de la clase cultural hegemónica durante el postfranquismo, que pese a que sus propias contradicciones fueron cristalizando en una serie de síntomas visibles para todos (abandono de las reivindicaciones políticas, abandono progresivo del público, alianza con las instituciones oficiales del nuevo régimen, agotamiento creativo) actuaba de tapón y lograba engañar a las generaciones posteriores como si se tratara de un referente cuyo ciclo histórico, aún en su final, conservaba su vigencia, y lo que es más importante, haciendo creer que consistía en una clase cultural que, como un todo a excepción de los caídos por la heroína y el SIDA, había realizado idéntico trayecto ideológico del radicalismo al bienestar.
Así la inteligencia que hoy tiene más de treinta años ha tenido que vérselas, y ha tenido que defenderse íntimamente, de esa frase tan cínica como impostadamente materialista que dice que “quien no es anarquista a los veinte años no tiene corazón, y quien sigue siéndolo a los cuarenta no tiene cabeza”. Todos la han visto repetida por algún falso periodista en un viejo medio de comunicación del siglo pasado, atribuida por la masa a Winston Churchill, o a algún ministro de la vecina república burguesa de Francia, o espetada, como si se tratara de la voz de la experiencia, por un profesor de la escuela pública o concertada. El postfranquismo heredó de sus maestros el paternalismo, además de la corrupción y de una tendencia a abusar del apotegma de que la realidad vivida es efectivamente invadida por la contemplación del espectáculo, y retoma en sí misma el orden espectacular, que decía Guy Debord en “La sociedad del espectáculo” (1967).
La explosión libertaria en la Catalunya de los 70', reducida a cenizas tras el montaje del caso Scala efectuado por el ministro de interior de la UCD, y posteriormente directivo del grupo PRISA, Rodolfo Martín Villa, fue precisamente un ‘estado de deseo’ producido por quienes no querían sentirse hijos ni herederos del anterior régimen, ni padres de uno nuevo. El director de cine catalán Antoni Padrós (Terrassa, 1937), uno de esos libertarios y heterodoxos que han permanecido invisibles para editoriales e instituciones hasta la irrupción del actual ciclo de luchas, estudiaba en los 60’ en la Escuela de Cine Aixelà de Barcelona, con los Pere Portabella, Roman Gubern, Miquel Porter, como profesores, trabajando a su pesar en un banco por las mañanas y pintando cuadros y soñando películas por las tardes. En Lock-out (1973) Padrós hace decir a sus protagonistas, un grupo de automarginados sociales que viven en un basurero, exactamente eso, que reniegan del legado, del usufructo, de la tradición: “Hay que asesinar a la Historia antes de que la Historia termine con nosotros”. Sentencia a la que otro de los personajes contesta: “Aquí (en el basurero) la Historia no existe. Nuestras necesidades son la Historia”.
Lock-out, un largometraje de dos horas de duración rodado con películas caducadas y material de derribo, improvisado los fines de semana por Padrós y un grupo de amigos, la banda del Vallès Occidental, adolece de todas las limitaciones que la dictadura había introducido en la cosmovisión de esos jóvenes cachorros libertarios. Los personajes viven en un vertedero, se sienten ácratas, pero desafortunadamente más desde el vitalismo que desde la ideología, echan batallas golpeándose con sus panzas de falsos embarazos, urden encuentros sexuales que se trastocan por la mirada de los otros a la vez que, paradójicamente, juguetean con la idea de celebrar orgías, o se arrodillan y simulan felaciones metonimizando el rito católico. Su libertinaje es verbal, no físico, allí donde echan irónicamente mano del marxismo para enunciar la clase de revolución que no creen posible, queman “El Capital” mientras se montan planos de una de las mujeres del grupo saliendo desnuda y llena de jabón de una bañera. Explican la procedencia de sus ideas anarquistas a la separación de sus padres, se pintan los labios y cantan canciones de la CNT que han sido directamente transmitidas de los abuelos a los nietos, saltando a la generación del “600”. Pero toda la trama se substancia en que la vuelta a una civilización aberrante convierte el acto sexual en un asesinato y las relaciones culminan en ese marco en el que aparecen los celos y la histeria. Es el sitio que ha dejado el fascismo a los espíritus libres, una especie de impotencia de la transgresión, que tiene que relegarse a los márgenes. Son demasiados pesos los que sostienen, la represión sexual, la educación en una sociedad dominada por el cristianismo, la soledad en el vertedero, la carencia de medios para comunicarse y, sobre todo, la pregunta insoportable sobre quién esta al otro lado de esa comunicación, más allá del grupo fraterno. Características todas ellas que aparecen constantemente en el cine experimental y underground de los 70’, como si esa pregunta de ¿a quién se dirige este cine? no tuviera otra respuesta que la de reproducirse en la semiclandestinidad autoimpuesta.
La edición de Cameo y la Filmoteca de Catalunya de la obra de Antoni Padrós, en 4 DVD’s y formato libro, con textos en catalán y castellano, recoge la práctica totalidad de los trabajos del director de Terrassa, con alguna excepción como Verònica L., una dona al meu jardí (1990), el tercer largometraje de su carrera, que firmó junto el realizador Octavi Martí. Los cortometrajes que se incluyen, base de su trabajo práctico paralelo a la estancia en Aixelà, por cierto la mayoría sin ficha en IMDB, son en gran medida fallidos o, en palabras de su musa y actriz protagonista Rosa Morata, películas en las que “a veces salían genialidades y otras veces solamente buena mierda”. Pero es un cine lleno de inquietudes, de microcreaciones, de pensamientos minorizados, que no minoritarios, y sobre todo repleto de algo que “estaba en el aire” en aquellos años, como de otra manera vuelve a estar en éstos, y que el relato oficial posterior ha hurtado a la mayoría del público, en esa transcripción envenenada que se ha hecho del tránsito de la dictadura militar a la dictadura de los mercados en las últimas cuatro décadas.
Su obra más reconocida, si eso puede decirse de quien ha sido mantenido en el silencio por sus coetáneos, es Shirley Temple Story (1976) que compartió el Oso de Oro en Berlín en aquella edición del festival de 1977 en la que el jurado decidió dar el máximo galardón a la totalidad de los trabajos presentados por cineastas del estado español y que además obtendría en otros certámenes europeos diversos premios. S.T.S. es mucho más explícita que la conclusión de Lock-out a la hora de transmitir el reflejo de la sociedad de su tiempo como el de una sociedad anómala, donde el discurso de la última etapa del capitalismo ha penetrado sin resignificaciones, donde la producción simbólica ha visto sustituidas las imágenes que podíamos observar en el documental sobre Las Hurdes, de Luís Buñuel, por las de una niña made in USA, futura diplomática de Nixon y Reagan, y candidata a todo por el ala más fascista del Partido Republicano, que comienza su carrera repitiendo las consignas de la conservadora Fox para ridiculizar las señas de identidad progresistas del público norteamericano y que explicita como ninguna la negación de la infancia como territorio de libertad, la obediencia a sus empleadores, la imitación de los adultos, con lo que supone de correa de transmisión de los valores tradicionales, y la mercantilización de la vida humana, cuanto antes y más cerca de su nacimiento, mejor.
La entrevista a Antoni Padrós que cierra esta edición de Cameo debe ser un argumento sólido para quienes piensan que Padrós ha de ser convocado de nuevo al cine y a nuestra invisible historia del cine. Un Padrós que mira con orgullo su edición de Gallimard del “Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones”, del situacionista Raoul Vaneigem, y que sostiene que un libro puede cambiar la vida de un ser humano. Un Padrós al que literalmente se le salen los ojos de las órbitas soñando rodar una película durante todos y cada uno de los días de su vida. Un Padrós que abomina de la clase política y cultural que medró en la “carrera de la libertad” y enjuagó su culpa en las tardes, y en las noches, de Boccaccio y Les Violetes. Un Padrós que reniega de su condición de artista, incluso de su condición ideológica, para concluir que él sólo era un trabajador que hacía cine los fines de semana, sustrayéndose por igual al tiempo fingido de los bancos y al del ocio desfigurado.
José Ramón Otero Roko
Texto publicado en la Revista de Cine Documental y de No-ficción Blogs&Docs y en el portal Rebelión.org (Febrero de 2013)