La edición a cargo del sello francés La Huit en su colección Freedom Now! del DVD del concierto del pianista Anthony Coleman, titulado Damaged by sunlight y filmado por el realizador Stéphane Sinde (un apellido que, paradójicamente, al lector ibérico le proporciona evocaciones de dudoso carácter cultural) es una magnífica oportunidad para pensar la literatura visual de la música, (ya sea ésta en conciertos o en videoclips) y sus marcas cinematográficas, cicatrizadas en territorios donde la impronta experimental parece que encuentra uno de los principales nichos de generalización de formas técnicas innovadoras y hallazgos narrativos (otro de los nichos se encuentra desafortunadamente en spots publicitarios, categoría que está excluida de su análisis en las publicaciones de cine del estado español desde la desaparición de la muy añorada revista valenciana Banda Aparte).
Sinde, del que habrá que sublimar, por el imposible y sintomático camino de la repetición del nombre, su aparición en este texto, ya en 2006 realizó otro acercamiento al mundo del jazz, el film The rest of your life (disponible en la plataforma vimeo), un documental dedicado a seguir los pasos del jazzman francés Barney Wilen. Muerto en París en 1996 además de jazzista fue compositor de bandas sonoras para el cine francés (y también intérprete de la BSO de Ascensor para el cadalso de Louis Malle y de Las Amistades Peligrosas de Roger Vadim a finales de los ’50) dejó su cuarteto en la década de los ’70 para dedicarse al rock, tributos a Timothy Leary incluidos. Después de su paso por el punk, volvería al jazz fusionándolo con la música africana, particularmente la de Zanzíbar, donde había vivido exiliado desde 1969 a 1975, tras el mayo parisino, en compañía de los cineastas Philippe Garrel y Patrick Deval, y de su compañera, y musa de la revolución estudiantil, Caroline de Bendern, en un periodo muy interesante de la cultura francesa cuando el maoísmo prendió en esta región autónoma de Tanzania. El historiador Sally Shafto da cuenta de ello a raíz de unas proyecciones de los “Zanzibar films” en el FIDM 2008.
En Damage by Sunlight (2011) Sinde entiende a la perfección la dimensión alucinatoria del free-jazz. La música de Anthony Coleman, intérprete de origen judío que ha forjado su carrera en el Downtown neoyorkino y en el sello Tzadik del compositor y saxofonista también de origen hebreo John Zorn, es espiritual y por tanto, para quien se mueve en unas coordenadas culturales de índole religioso, necesariamente atormentada. En sintonía, Sinde filma primeros planos de los jazzman y de sus dispositivos sonoros (a Coleman le acompañan Ashley Paul en el saxofón, Brad Jones en el bajo y Satosi Takeishi en la batería) planos casi convencionales de no ser por esa cercanía descortés con los músicos, que en el formato general de las grabaciones de conciertos suelen ser intercaladas con planos generales del grupo y que aquí sólo excepcionalmente mostrarán a varios de los intérpretes en el mismo cuadro. Uno, a lo sumo dos o tres, compartiendo el aislamiento casi forzado de la melodía, en un montaje que va del ejecutante al instrumento, de sus manos a su expresión, desapareciendo, casi por completo, la visión de conjunto, el público y la superficie del escenario.
A esto hay que sumarle que Sinde es consciente de que tiene entre manos un material auditivo y plástico con el que, como realizador, puede incorporarse como si se tratara de un quinto miembro del grupo de Coleman, mezclando imágenes (fenómeno por cierto en boga desde hace algunos años en las sesiones de música electrónica) y ayudar, de ese modo, a que el sonido sea contemplado, presenciado más profundamente. Para ello, y con una economía de medios que sirve para acompañar, y en ningún caso protagonizar, intercala puntualmente fotogramas en negro y, más adelante, imágenes en Super 8 rodadas por él mismo en el desierto de Mojave, subrayando la esencia lisérgica del free-jazz, y su génesis, de raíces psicotrópicas, de evasiones por medio de la percusión de la condición silenciosa del esclavo. Así mientras la composición sugiere destierro, ascetismo, exilio íntimo, las imágenes del desierto aparecen como ráfagas de un real aturdido por la trascendencia de la vida interna, como sucesos apartados en el dorso de la noche, heridos por la luz del sol. Donde el alma del grupo es clausurada, atormentada, la conciencia del oyente es despojada, obligada a recorrer por el camino inverso el trayecto que va de los sentidos a las acciones.
Por norma, la principal idea con que se ha gestado la grabación de conciertos es la de los músicos vistos como guardia de corps de un personaje único y singular que los lidera y que comparte una emoción “extraordinaria” con un público entregado. Esto es así en la grabación en vivo de casi cualquier género musical, desde el mainstream de Justin Bieber hasta las coyunturas hormonales del pop independiente, y se acumula con el, ese sí extraordinario, daño que esa jerarquía mitológica ha causado en el imaginario popular, trasponiéndose en el público a su forma de encarar las relaciones laborales y afectivas. Sólo dos géneros escapan en sus grabaciones, que no en su vivencia cotidiana, a relacionarse primordialmente, o a dejarse adorar, por los espectadores: la denominada “música culta” y el jazz contemporáneo, para el que, incluso en sus versiones de sólo audio, se suelen minimizar los aplausos o los gritos que lo interrumpen. Quizás es porque estos dos géneros se han convertido más en ejercicios intelectuales que afectivos, que se concretan en las actuaciones, o quizás porque las bases de seguidores de estas músicas son más conscientes de que vienen a contemplar la obra y no tanto al individuo, a quien se le exige fidelidad, en el primero de los géneros a la partitura, y en el segundo al estado anímico del momento de la creación.
Este juicio respetuoso para el que la formación del sonido es un acto colectivo es también un hecho político, y con esto terminamos. Detrás de conceptos musicales como la improvisación está el libre albedrío. Detrás del virtuosismo la aplicación. Detrás del ordenado relevo de “solos” entre todos los integrantes del grupo, sin límites de tiempo y con la extensión que cada miembro juzga necesaria, está un reparto equitativo, el socialista “a cada uno según sus necesidades y de cada uno según sus posibilidades”. El jazz es la música del anarquismo, por excelencia. Independientemente de la ideología de los músicos, la de Coleman, Paul, Jones, Takeshi y Sinde, en este caso, preexiste la ideología de los actos, la configuración de su sistema creativo. Cuando otros géneros, a priori más contestatarios, como el rock, el rap o el punk sustancian en general sus inquietudes sociales en letras fáciles y estéticas codificadas, el jazz lo que propone es una premisa anterior a toda declaración de intenciones: la estructura. Sin organización, parece decirnos el jazz, no hay cambio de conciencia posible, no hay regulación justa, no hay orden horizontal. Las ideas tienen que formar parte de algo, como el oxígeno forma parte de la atmósfera. Y el auditorio, más allá de ver, tiene que contemplar, observar individualmente, y más allá de oír, ser convocado en asamblea a leer la música en el preciso instante en el que se escribe en su presencia.
José Ramón Otero Roko
Publicado en la Revista de Cine Documental Blogs&Docs, en el periódico Diagonal y en el portal Rebelión.