Dicen los entusiastas del Festival de Cine de Vila do Conde que el certamen portugués es el Cannes de las películas que duran algo más de un instante. En esta ciudad a pocos kilómetros de Oporto se celebra, nunca mejor dicho, la producción creativa de lo más pujante de un panorama industrial, pero sobre todo artístico, para el que las limitaciones del formato son ventajas estructurales que permiten a menudo trabajar entre amigos, elaborar historias a partir tan sólo de un momento crucial de inspiración y estar cerca de quienes se sienten más próximos a esa cosa que llamamos “cine” y que a veces, también en algunos de esos instantes que proporciona Vila do Conde, es un momento idéntico a uno que nos quedaba por vivir en nuestras cortas vidas.
“Curtas” se dice en galaico-portugués “cortometraje”. Quién dijo que la proporción áurea de las imágenes debía de ser de una hora y media. Las películas, como la de 22 minutos del madrileño Adrián Orr, que ha ganado con “Buenos días Resistencia” el premio al mejor documental, son vehículos para promover una empatía inmediata que deje una huella concreta en la memoria. El realizador de cortos trabaja con el conocimiento inconsciente de que cuando su obra sea mostrada no lo será en solitario, sino que formará parte de un programa compartido con otras piezas del puzzle de la existencia colectiva. El del largometraje no. En el largometraje la aspiración es ofrecer en solitario el alimento de al menos un día y, a veces, el de una vida. Esa diferencia hace al cortometraje un medio afortunado, susceptible de ser utilizado por radicales, creadores de situaciones esenciales y memorables.
“Buenos días Resistencia” (2013) no es exactamente un documental, es una recreación. La cámara sigue el despertar de una familia, real, compuesta por un padre y tres hijos pequeños que se levantan, (en el sentido más cotidiano de una palabra de la que por otro lado los días que vivimos aún esperan su polisemia) y que llama a sublevarnos ante una normalidad en la que percibimos todos los efectos de la condena a la que nuestra sociedad es sometida. No hay futuro así, pero no cabe otra opción que la perseverancia, para llegar a no sé dónde o al menos al siguiente día. No hay un marco social vinculante, eso que intentó ser el estado durante unas décadas, pero no por ello podemos dejar de sentirnos reflejados en los hábitos que conformaban una subsistencia con alguna seguridad. En la película de Adrián Orr no se pronuncia ninguna de las palabras que nos llevarían inmediatamente a la alarma pero no porque esta no sea visible y evidente, sino porque esa realidad, la de la supervivencia, se ha interiorizado de tal modo en esta familia que les permite seguir adelante camino de lo imposible. La precariedad, parece decirnos, se ha banalizado de una manera en la que desconocemos sus gestos corrientes. El país sigue en marcha, los niños desayunan un vaso de leche, se visten entre juegos, van al colegio, pero todo está a punto de derrumbarse porque a la tenacidad sólo le basta para quebrarse un nuevo obstáculo insuperable. Donde un día pensamos de los hijos de esta generación que podrían hacer de sus vidas lo que quisieran, ahora la esperanza ha retrocedido hasta las líneas de una resistencia silenciosa en la que se intenta que los grandes poderes no hagan de ellos lo que quieran.
Vila do Conde es un festival de cine de las certezas. El formato obliga a la precisión, la precisión a la objetividad, la objetividad a la denuncia radical. A un minuto se sucede un minuto y enumeramos certidumbres y evidencias, pruebas que intentan ser refutadas, al otro lado de las trincheras, por las pantallas del mundo al revés donde la realidad dura una fracción de la vida de una “curta”.
José Ramón Otero Roko
Publicado en El Asombrario, Revista Cultural de eldiario.es (Julio de 2011).