Los tópicos espaciales y comunicativos del cine funcionan como una referencia ideal de los valores sociales. El público proyecta en lo que ve en la pantalla su código moral, que en la mayoría de las ocasiones le ha sido inculcado en la infancia porque en la edad adulta la maquinaria de propaganda del estatus quo económico y político-cultural se encarga de desmantelar los imperativos éticos. Y esos códigos en determinadas películas parecen realizarse durante unas decenas de minutos, o sea, ser reales, incluso más reales que los que proceden de la experiencia y de la vida diaria del espectador, puesto que los del cine tienen un grado extra de coherencia, de lógica explícita en el limitado campo de juego de sus menos de dos horas de vida, de excepcionalidad que se celebra íntimamente en el seno de la comunidad y que, por tanto, proporciona una alusión plural en la que todos pueden sentirse testigos y actores de un caso ejemplar.
Su caducidad parte de un proceso difícilmente evitable mientras las formas se mantienen en el terreno de las narrativas clásicas. Si el proceso de creación reproduce los esquemas organizativos basados en la jerarquía en que la sociedad actual se estructura, si los creadores son receptores y emisores de esos mismos esquemas mentales donde el valor de lo individual y lo excepcional prevalece sobre las categorías objetivas de clase social y género, a la postre el paradigma se individua y se aísla y la transmisión de valores se vuelve menos eficaz, circunscribiéndose a lo ideal y siendo desechada por la experiencia diaria, esa sí real, en el momento en que el individuo sale de la sala y es rescatado por el aparato cultural que sostiene a sus congéneres. Entonces el bien es de “héroes”, anónimos o no, pero héroes, y una bella historia es sólo una “película”. Pero esto no sucede siempre.
Clase social, género y sistemas de valores no son los únicos relatos colectivos que se oponen a reducir las circunstancias a lo particular. Hay otros mecanismos imaginarios como la nación, la raza y la religión que los conservadores reactivaron como respuesta primero a la Ilustración y después como ataque a las hijas mayores de ésta, las ideologías emancipatorias como el anarquismo, el socialismo y el comunismo, que nacieron precisamente para forjar un prototipo de conducta social que no se sostuviera en proyecciones ideales y excepcionales, sino en la práctica natural de los ciudadanos.
En el modelo emancipatorio el espectador no es inocente. Tampoco culpable, tales categorías están en el orden de creencias esotéricas del régimen del que el sujeto se ha liberado. El espectador no existe, es público, alguien que no espera ni especula sino que actúa, que hace que las ideas sean vistas y sabidas, un individuo responsable que no deja entrar ningún pensamiento en su conciencia sin antes debatirlo en sociedad. En cambio en el modelo autoritario los poderes fácticos económicos y religiosos del capitalismo intentan asociar inocencia e ignorancia y vincular a ésta la bondad.
Un arquetipo de este modelo social lo encontramos en el film nazi “Las Aventuras del Barón Munchhausen” (“Münchhausen”, Josef von Báky, 1942). Esta película, de una narrativa modélica para la industria del entretenimiento (lo que no es extraño, no olvidemos que una de las películas más taquilleras de la historia “Titanic” (James Cameron, 1997) fue acusada aportando un amplio dossier de pruebas en el que se demostraba la copia milimétrica de esta de otra de las producciones estrella de III Reich en la mitad final de la guerra, “Titanic” [Herbert Selpin, 1943]) esa película, decíamos, introduce dos ideas fuerza clave en las sociedades basadas en el espectáculo. La primera que la Historia es una mercancía y que como tal se convierte en un mito al servicio de determinados personajes que promueven el sometimiento del pueblo. Así el aristócrata alemán Munchhausen, por su doble condición nacional y sanguínea, detenta los valores de supremacía de la raza aria en una mezcla de Don Juan, Alonso Quijano con una bolsa de oro y terrateniente de NSDAP. Y la segunda idea es que va a ser recepcionado por unos espectadores, como pasa hoy día, que son a priori inocentes, pero también intelectualmente vagos y sabedores de la debilidad de su posición, y que consienten un entretenimiento mezquino porque en él se sienten más cómodos o más seguros, donde el Barón, que puede ser hoy su héroe gringo favorito y es conocido popularmente como “el bueno”, vela por el sostenimiento del mundo que tiene a sus pies, y el pueblo se lo agradece digiriendo conscientemente un argumentario que hace desaparecer a sus vecinos o a sus compañeros de trabajo, lo que vendría a ser hoy ‘desahuciarlos’.
Mucho se ha hablado de la inocencia del pueblo alemán en los crímenes antes y durante la II Guerra Mundial. Y fueron los intelectuales alemanes de posguerra, tanto en la República Democrática como en la Federal, los que pusieron en su sitio a un país que votó masivamente al NSDAP, compró y leyó los periódicos y los libros del régimen, calló y vitoreó, se alistó en el ejercitó y dio su vida por la ideología nazi en cualquiera de sus formas. Los inocentes en ese modelo político asimilan ideas, las reproducen, compiten con otros que no las han adquirido, las ríen en el cine, actúan conforme a ellas, son la base del fascismo. Pero más allá de la pulsión autodestructiva de una sociedad que aclama a la muerte está un espíritu corrompido para quien lo que ven sus ojos al salir de la sala de proyección tiene que olvidarse puesto que no corresponde a lo que quiere ver. Y si en el celuloide ninguna imagen es inocente, que no lo es, en la Gran Alemania tampoco ninguna idea, ningún pensamiento, ninguna mentira.
José Ramón Otero Roko
Publicado en el periódico Diagonal, en la Revista Versión Original y en el portal Rebelión.org