Herbert Read (1893 - 1968) |
“Todo cuanto hay de valioso en la historia humana -las grandes realizaciones de la física y de la astronomía, de la medicina, de la filosofía y el arte, de los descubrimientos geográficos- han sido obra de los extremistas. De quienes creyeron en lo “absurdo”, se atrevieron a intentar lo “imposible” y, de cara a la reacción y a la negación, gritaron: ¡eppur si muove!”
Herbert Read. Crítico de arte y anarquista inglés.
La “emoción estética”, repetida como un mantra en la organización social del Arte, se ha transformado en una forma de veto a los valores comunes. El concepto, que originalmente se debe al compositor Arnold Schönberg, en su libro “Escritos de una experiencia musical” (1978), y que hace tres décadas daba cuenta de aquello que iba, en la apreciación de las obras, más allá de “lo contingente, lo tangible y relativo”, hoy es coartada de una jerarquía cultural basada en intereses y arbitrariedades que surgen precisamente cuando las especies de la crítica y el compromiso en Occidente parecieron agotadas, y que restándose del antagonismo vía integración en el campo ideológico socialiberal, o vía pura evasión, merced a la droga dura del fin de la historia, se retiran a los espacios ya designados como institucionales, o sea correas de transmisión de esa “emoción decorativa” de los ricos y poderosos que se justifica a sí misma sin requerir ninguna integridad. Redes de intereses que tantas veces propugnan un arte aparentemente evolucionado, pero interiormente conservador, bastardo del pensamiento blando, explicándose con más fortuna en relación con las tradiciones y los caprichos que en correspondencia con el porvenir.
Herbert Read hablaba en “La Educación por el Arte” (1942) de una concepción que no percibió el neoliberalismo y que ha tenido un cierto éxito en la crítica y en la pedagogía. Se refería a la “háptica” como el modo de designar todas aquellas emociones que no provenían de lo visual o de lo auditivo en la comprensión y en la realización de las obras artísticas. La “háptica”, la ciencia del tacto, debía fomentarse como un autoaprendizaje en las escuelas desde niños y había de comprender también la aprehensión ética de los trabajos. El artista estaba llamado a relacionarse de un modo sensitivo con los materiales, con las texturas, con los instrumentos. El público podía establecer un vínculo con la materialidad de las creaciones que se le mostraban. A los museos y a las galerías se animaba a entrar a tocar las cosas, a participar de su existencia, a sentirlas y a considerarlas parte de este mundo.
Por el contrario la “emoción estética” en su procedimiento actual, una idea ajena a Read que prefería el término mucho más proactivo y menos impostado de ‘sensibilidad’, deviene de lo visual y de lo auditivo fuertemente condicionado por los límites que impone la ideología dominante. La obra se convierte en lo que oímos de ella, lo que debemos ver en ella. La “emoción” es, contrariamente a Schönberg, territorio de lo contingente, de lo tangible, de lo relativo, aislada de su estatuto de causa y consecuencia de lo común. Una hegemonía de ciertas formas productivas supeditada al ‘importe’, al precio en el mercado, sometida a una razón arbitraria aposentada en un cuerpo social que la reverencia, pero que la ignora, o que trafica con ella, para que su producto, su valor, sea su coste.
Quizás el reto para extender la háptica readiana es hacer racional la belleza, seguros de que no podemos, y no nos corresponde, conquistar esa idea plenamente, pero conscientes de que cuanto más avancemos en lograr que la lucidez alumbre lo que vemos, sentimos y tocamos, más a salvo estaremos de la sugestión y de una concepción de la vida alienada. La belleza podría ser una síntesis de categorías morales. Por el contrario el público hoy encuentra bellas las cosas en razón de un significado que a menudo desconoce porque le ha venido dado como “normal”, incuestionable, y reposa escondido en algún rincón turbio de los instintos. Lo que nos cosifica muchas veces parece bello porque formamos parte de una sociedad y una cultura que ha marcado nuestras premisas éticas y nuestras pulsiones intuitivas. Y cuanto más capaces seamos de someter sensatamente a nuestro juicio lo que percibimos, más cerca estarán los objetos de los sentimientos, los conceptos ideales de tener algún sentido en nuestras vidas.
La forma es un modo de la ética. La nota, el color, la superficie, el interior, el contorno, la letra, son hijas de una aprehensión de un mundo que se hace sitio en una estructura que las configura y que es la que, por encima de todo, nos hace exclamar lo que nos gusta y lo que no nos gusta. Porque esa estructura habla por nosotros, nos dota de coherencia interna, aunque estemos doblegados a un relativismo infinito, nos conduce mientras consigue permanecer invisible a nuestra conciencia. Es la trama que divide el mundo entre lo relevante y lo irrelevante, como si algo no lo fuera. Embellece las cadenas, cuando la servimos, o nos libera de ellas, cuando nos pertenece.
Herbert Read decía que “el arte debe ser la base de toda educación pues proporciona un conocimiento instintivo de las leyes del universo y un hábito o comportamiento en armonía con la naturaleza”. Dichas por un anarquista las palabras “armonía” y “naturaleza”, a partir de la “educación”, nos hacen reconocer que el idealismo no es irrealizable, sino irrealizado. ¿Qué nos impide que el arte sea la medida de la sociedad? ¿Y la ética la medida del arte, si la justicia es el diseño íntimo de la armonía? ¿Por qué ha de ser imposible la ‘emoción moral’? ¿Cuál es la razón para continuar confundidos por formas que son un reflejo de lo que impugnamos?
José Ramón Otero Roko
Publicado en Arts Coming en castellano, català e inglés (Octubre de 2013) y en Rebelión.org (Noviembre de 2013)