A veces miramos al norte como si no hubiera que recorrer de espaldas, dando pasos atrás, el camino hasta él. Un norte que se llama a sí mismo América y que es la menos americana de las Américas. El norte al sur del sur. El país desde el cual se da forma contranatura, a través del cine, al instinto y a los pensamientos de millones de espectadores. Cada falsa idea que se traslada desde sus guiones supone a continuación el trabajo de miles de personas desmontando una mentira. Cada simplificación, cada arquetipo elegido en función de su viabilidad comercial, refutado por el sociólogo, el historiador, el crítico de cine, el ciudadano. Un trabajo incesante para hacer un poco más favorable el frágil equilibrio entre los oprimidos y los opresores. Entre aquellos con los que aprendemos a conocer el mundo y quienes lo desconocen.
La hegemonía cultural del cine estadounidense es sólo producto del dominio económico que ejerce sobre el resto del mundo. Su control de los medios de distribución y propagación ha educado a las nuevas proles en un modelo que ha perdido las virtudes que mostró alrededor de los años anteriores y posteriores a la II Guerra Mundial, cuando recogían a los exiliados y refugiados del fascismo, y el cine de los Estados Unidos se convertía parcialmente en el mejor del orbe porque parte de lo mejor del mundo entero iba a allí a crearlo. Luego la caza de brujas contra el comunismo en Hollywood, las rentas del éxito, cada vez más exiguas en términos éticos, de los que se adaptaron al modo de vida yankee y un alza de la creatividad en la primera crisis de conciencia del imperio, los años 70, cuando el divorcio con la nueva generación encumbrada la década anterior obligaba a la industria a acercarse al público volviendo a hacer buenas películas. A partir de los años 80 del pasado siglo sólo encontramos aislados los fogonazos de verdadero cine y arte en un país que produce más de 800 películas al año y que logra introducirlas en cada rincón del planeta como el que planifica una invasión con tanques y aviones.
Decíamos hegemonía cultural debida a la hegemonía económica y no al revés precisamente porque la calidad y la ambición de las producciones estadounidenses que llegan cada año a los Oscar nos dibujan un panorama en el que es patente que importan mucho más las campañas publicitarias, y la oportunidad política de los intereses del establishment en relación a sus objetivos económicos, que la vindicación de la realidad de su modelo social o una hipotética contribución creativa y creadora a la construcción de una sociedad radicalmente democrática. El espectáculo de los Oscar sirve para ensalzar un modelo económico, el capitalismo de libre mercado, accesoriamente sirve para promover la libertad individual, convenientemente demarcada por los poderes empresariales, y sólo marginalmente sirve para ayudar a visibilizar producciones genuinas locales o pertenecientes a cinematografías minorizadas, que no minoritarias, como la latinoamericana, de la que se ocupa este artículo. Michelle Obama no va a entregar este próximo año un Oscar desde la Casa Blanca a la mejor película extranjera y el sistema del que es cara visible, actriz protagonista, está tan sobresignificado por sus actos que si lo hiciera tendría casi el mismo valor que si no lo hace. La dirección del complejo económico-militar-cultural norteamericano se desenvuelve de modo tan férreo que únicamente se pueden reconocer las diferencias interpretando un gesto o su ausencia.
Setenta y seis países han presentado una candidata a los premios de 2014 de la Academia de Cine de Estados Unidos, entre ellos diez latinoamericanos. Hay hueco por tanto para visibilizar durante dos o tres minutos hasta 5 producciones foráneas en un espectáculo que mueve millones de dólares y de espectadores fuera de EEUU, muchos menos que los que se publicitarán esos días dando pábulo a cifras de audiencias potenciales que es imposible que se hagan realidad. El mundo no vive pendiente de los Oscar, el mundo quizás viviría mejor si estuviera pendiente de una pequeña película mejicana o ecuatoriana o peruana que se está haciendo hoy y que no tiene nada que ver con ese show. Pero para los realizadores de esas pequeñas películas, y para cualquier autor, es legítimo aspirar a que su obra se vea y se conozca en el mundo y esa diminuta rendija entre los barrotes que deja el gran escaparate yankee es una oportunidad para ellos que merece el apoyo de quienes amamos su cine.
El film argentino ‘El Médico Alemán (Wakolda)’ (Lucía Puenzo, 2013) abre las candidaturas latinoamericanas a los Oscar. Esta coproducción con España, a través de la distribuidora Wanda Films y TVE, cuenta como protagonista femenina a la uruguaya Natalia Oreiro, en el papel de la madre de una niña, interpretada por la argentina Florencia Bado, que en el film es algo menos alta que la estatura media de su edad y cuyo devenir vehicula el desarrollo de la trama, y como protagonistas masculinos al español Àlex Brendemühl, quien ya había trabajado en coproducciones de Wanda como ‘Rabia’ (Sebastián Cordero, Colombia, 2009), en el papel de Josep Mengele, y el actor y psiquiatra argentino Diego Peretti en el papel de marido de Natalia Oreiro. ‘Wakolda’, el título con el que se está distribuyendo mundialmente desde su estreno en Cannes, está basada en la novela homónima escrita por la propia directora, Lucía Puenzo, hija del director Luis Puenzo (La Historia Oficial, Argentina, 1985), quien es autora de cinco novelas y de cinco películas contando esta, y que debutó en 2007 con “XXY”, llevándose entre otros premios el Goya en España, el Ariel en Méjico y el de la crítica en el Festival de Montreal.
Wakolda es mucho más poderosa en sus sub-tramas (la fabricación de muñecas, el comportamiento de los compañeros de Florencia Bado en el colegio alemán, la relación del padre con el doctor Mengele) que en su trama principal, el thriller del descubrimiento y persecución de los nazis en Argentina y América y la asunción de sus argumentarios en las sociedades modernas. Hay detalles importantes, por ejemplo que la tapadera de Mengele en Bariloche, ciudad en la que se centra la historia, es la de un veterinario que hace experimentos genéticos para mejorar la productividad de las vacas, pero quizás hubiera sido necesario poner en contexto igualmente la complicidad, e incluso la emulación, de ciertos sectores de la política argentina con los fascismos europeos y que eran muy patentes en los años 50 en los que se ambienta la película. Y es justo mencionarlo porque conociendo esa connivencia se entiende mejor el final de una historia en la que Mengele logra huir sin un rasguño (lo cierto es que su petición de extradición fue rechazada en 1959 por el gobierno del presidente Arturo Frondizi y a partir de ahí vivió en Paraguay y Brasil sin ser nunca atrapado) y que en los 10 años que permaneció en Argentina logró ser un próspero empresario juguetero protegido por la organización Odessa sin que se conocieran en detalle las actividades reales a las que se dedicaba. Lucía Puenzo ha sacado a la luz una parte de la historia que quizás explica la raíz de muchos de los problemas de su país. La presencia del fascismo en una sociedad, lo sabemos bien en España, no puede minimizarse y tratarse como anecdótica. Nunca puede extirparse del todo, vuelve siempre como una clase de infección nueva, falso pragmatismo, tecnocracia, neoliberalismo, y contamina fatalmente el cuerpo social porque para su supervivencia necesita de la cooperación de muchos elementos, principalmente entre la clase dirigente y sus organizaciones armadas. Wakolda es una película necesaria para Argentina, pero es también una película necesaria para pensarse en cualquier lugar del mundo porque ese cáncer de establecer una jerarquía en la naturaleza se ha extendido y tiene sus raíces en determinados gobiernos y en ciertos grupos políticos y militares.
“Brecha en el silencio” de Luis Alejandro Rodríguez y Andrés Eduardo Rodríguez es la apuesta venezolana por otro tipo de vivencias, las que muestra un cine que ha sufrido a mejor una transformación radical en los últimos años. Las historias ahora tratan sobre problemas sociales vistos con extremo realismo pero también con una esperanza que se refrenda con hechos. El dolor ya no es ni perpetuo ni irreversible y aparecen los personajes como el de esta Ana interpretada por la bellísima actriz Vanessa Di Quattro que logran revelarse aun habiendo sufrido sordos y en silencio el durísimo mundo que les rodea. Di Quattro además expresa ese salto de calidad pues procede del mundo de las telenovelas y creemos que va a ser cada más habitual, si se sigue apoyando un cine en consonancia con la realidad social de la mayoría del público, el que veamos un cine venezolano que exprese igualmente las consecuencias del legado de décadas de gobiernos salvajemente capitalistas, que mantenían a la mayoría del pueblo pobre y depauperado y en unas pésimas condiciones económicas y morales, como la vitalidad y la certidumbre de un futuro mejor si se alumbra a luchadoras y luchadores. El cine de Venezuela está recorriendo en pocos años, y con pasos seguros, el camino que otros tardaron en recorrer sin hacer ruido décadas porque no podían arriesgarse a despertar a sus clases dominantes. Un modelo de sociedad propio lleva irrevocablemente a una cinematografía con una personalidad propia.
La candidata brasileña ‘O Som ao Redor’ (Sonidos de Barrio, Kleber Mendonça Filho, 2012) parece que viene a impugnar un fenómeno que hemos venido observando en el cine de las Américas de los últimos años y es que éste en gran medida viene siendo realizado por los privilegiados, manifestando una cierta sensibilidad social, eso sí, pero desde un punto de vista de clase que es casi inmanente aunque no se busque. ‘O som’ parece caer durante gran parte del metraje en los mismos tics de esas producciones que uno va encontrando aquí y allí en las que el director, perteneciente a una familia rica, se ve obligado por el aburrimiento a contarnos la historia de unos sueños nacidos en el ocio con una película (artefacto mucho más caro que una novela y por tanto con menos posibilidades de pasar inadvertido) que rebata la inutilidad que le sospechan sus conciudadanos de mayor conciencia. ‘O Som’ va cuajando algunas escenas con gracia, hijas de la posmodernidad de los 90, como la de esa mujer que se esconde de sus hijos en el dormitorio y fuma marihuana mientras enciende la aspiradora y echa el humo por el tubo del aparato que lo expulsa por un ventanal. Pero a la vez, más allá de esos momentos almodovarianos, se va tejiendo una red, no muy sólida, tampoco muy profunda, pero de interés, donde los pequeños acontecimientos van dando lugar a otros acontecimientos, casi por completo insignificantes, hasta que son causa de un hecho incuestionable. Entonces el secreto del malestar que hemos pasado con escenas como la del despido del conserje del edificio, que es mostrado con empatía y simpatía por el desinterés y la paranoia de los vecinos, cobra sentido. El final reorganiza la película. Donde asistíamos a la puesta en valor de la gran mentira de la vida de los personajes encontramos un giro brutal que cuestiona incluso al propio director, responsable de todo el metraje, diletante y acomodado, que hemos presenciado. Alguien se ha dado cuenta de esas películas complacientes que algunos estaban haciendo y ha girado el volante en la dirección contraria. Algo ha sucedido y se ha hecho justicia a esa incierta armonía, edificada sobre cadáveres, de los privilegiados.
La candidata colombiana “La Playa DC” de Juan Andrés Arango, estuvo presente en la sección “Un Certain Regard” de Cannes 2012. Es una película que hace un esfuerzo sincero por acercarse al lumpenproletariado afro-latino de Bogotá, mostrando sus aspiraciones, sus derivas y unas problemáticas que no se endulzan, pero sí que parecen amortiguadas si las comparamos con exponentes del cine de este país como “La Vendedora de Rosas” de Víctor Gaviria (1998) que dejaron el listón muy alto en lo que se refiere a la capacidad de trasladar la realidad social al público. En este caso, tras un comienzo titubeante en el que los riesgos que se toman en algunos encuadres parecen equivocados, y una cámara que no deja de moverse en los primeros minutos para dar la impresión, ya descontada de tan repetida, de estar presenciando un documento casi periodístico, la historia remonta para desarrollar una vista panorámica de los condicionantes de una de las mayorías, no la única, del pueblo colombiano. Sobrevivir con la fuerza del orgullo y la voluntad, parecen decirnos sus personajes. Personajes que están cincelados por unos peinados que amalgaman sus nexos ya que el protagonista es un aspirante a peluquero que intenta ejercer esa profesión sin verse obligado a emigrar como su hermano a EEUU. La religión, las drogas, la violencia, la pobreza, marcan las cuatro esquinas del cuadrilátero en el que se encuentra. Y de fondo, aunque muy al fondo, la matanza perpetrada por el ejército colombiano contra los campesinos de una zona controlada por la insurgencia, que mata al padre y obliga a la familia a huir a los arrabales de la capital, a aceptar una ínfima posibilidad de esperanza porque, aunque podamos encontrar como probable un caso singular, el sistema condiciona de tal manera las vidas de estas gentes que es imposible no ver sus certidumbres en retroceso, aunque la obra de Juan Andrés Arango nos invite prudentemente a la ilusión.
Diez películas americanas candidatas a las nominaciones de la No-América de los Oscar. Una lista que se completa con la chilena “Gloria” de Sebastián Lelio, la mexicana Heli, de Amat Escalante, premio al mejor director en Cannes, un retrato de la violencia del que ya se ha escrito mucho y que por ello es una firme aspirante a estar en la nominación final, el film de animación uruguayo Anina, de Alfredo Soderguit, la ecuatoriana Mejor no hablar (de ciertas cosas) del director Javier Andrade, que ya ha tenido hueco en algún festival USA, como el de Miami, la comedia dominicana ¿Quién manda? de Ronni Castillo, y la peruana El limpiador, ópera prima de Adrián Saba. En un mundo en el que el negocio de las imágenes está controlado por el imperio USA los automatismos nos llevan a pensar que el norte se encuentra donde se encuentran quienes lo dominan. Pero si el espíritu guía el instinto el norte está allí donde los relatos y sus figuras sirven para hacernos más libres y más conscientes de la sociedad en la que vivimos, porque un lugar como Norte-América, no puede auto-designarse, no puede pretender ocupar un sitio en nuestras geografías sin tener una existencia verdadera. El premio era acercar unos seres humanos a otros, ese Oscar ya lo han ganado muchas de estas obras.
José Ramón Otero Roko
Publicado en el número especial de la revista Cine Arte para el Festival Ventana Sur (Noviembre 2013), en el semanario Cambio 16 (Enero 2014) y en el portal Rebelión.org (Diciembre 2013)