El presente tiende a convertirse en el pasado más deprisa de lo que suele hacerlo el futuro. Es una boutade, pero conviene dejarlo claro cuando utilizamos para ‘pasar el tiempo’ los mecanismos de un sistema de consumo, que, en términos cronológicos, sólo ofrece dos posiciones: el hoy, sin ninguna ambición de engendrarse en el mañana. Y el mañana sin ninguna posibilidad de convertirse en el hoy. En esa dualidad la sociedad se perpetúa, trabaja, duerme, se para, se droga.
En ‘Oslo 31 de agosto’ (Joachim Trier, 2011) el personaje de Anders Danielsen Lie ha llegado a ese lugar que todos temen, el último día del porvenir. Un día, prematuro, que le impide correr hacia delante o hacia atrás y que ni siquiera puede sortearse atravesando en horizontal su conclusión. Porque el adicto, y el protagonista de ‘Oslo’ ha sido un politoxicómano de innumerables sustancias, tiene una clarividencia parcial, pero muy efectiva, sobre la vida. La existencia, para él, es el objeto mismo de la adicción. Sin un instrumento que le permita encuadrarse en ella, como una droga, es imposible habitar el propio ser.
“Oslo 31 de agosto” es una nueva versión de la novela ‘El Fuego Fatuo’ (1931) de Drieu La Rochelle, que ya visitó en 1963 Louis Malle, en la película del mismo nombre, componiendo una de las grandes obras maestras de la contemporaneidad sobre la autodestrucción. No es fácil hacer un film tan notable en un tema que parecía acabado y entregado directamente a la posteridad por Malle. O tiene, si cabe, más mérito, porque viene a recordarnos que el mundo que vivimos mantiene inalterable la actualidad de su devastación.
Entre los muchos logros de la película de Trier está actualizar el hábitat que aniquila al personaje y que en estos tiempos parece algo más inofensivo. En El Fuego Fatuo el entorno de Alain estaba cruzado por el veneno de sus relaciones, la falta de dinero o incluso el terrorismo del estado francés también en Argelia. En ‘Oslo’ el ambiente que circunda a Anders es plácido, los afectos se han guardado, el amor se recuerda con nostalgia, la separación tiene la promesa de un reencuentro, la desolación es más una compañía que una amenaza. Nada de ello impide que palpite un gran agujero interior cuando todos los argumentos para trascender en algún sentido se han gastado. Anders no sólo carece de la facultad de llenar el vacío, y esa ausencia le lleva a ofrecerse al paso de una vida que se ha apresurado, sino que no goza de motivo suficiente para aferrarse, porque la victoria es ganar un fracaso parecido al que han obtenido los demás.
La novela de La Rochelle y el film de Malle, y la película de Trier, proponen un discernimiento, un tipo de lucidez que se alcanza al mirar el mundo desde un lugar determinado en una dirección concreta. Una clase acomodada, llena de angustia, para la que la vida tiene un plus de alienación espiritual porque el trabajo o el cansancio no le restan un solo segundo al estrago de lo humano. No sería posible filmar esas mismas imágenes sobre un obrero. Sólo las del burgués justifican ese movimiento insolidario que lleva a los individuos a perecer atomizados.
Mandela, del mito al hombre, de Justin Chadwick.
Negado por los medios de desinformación, y recluido a determinados ámbitos de la academia, el vocabulario marxista se hizo imprescindible para decodificar el mundo. Por ejemplo, el término ‘recuperación’, que se refería al modo en que el sistema hegemónico hace suyas las expresiones de disidencia, y las reinserta en su propio discurso, es imprescindible para comprender este biopic sobre Nelson Mandela basado en una autobiografía escrita por sus asesores de imagen. En él se asimila cuanto hay de valioso en su trayectoria para recontextualizarlo en el marco del mainstream que posibilitó, por ejemplo, que Mariano Rajoy dedicara a la galería unas palabras amables en su funeral. Lo cierto es que Nelson Mandela fue un militante comunista, miembro del Comité Central de su partido y líder del brazo armado, que pasó casi 30 años en la cárcel sin condenar jamás la violencia ni arrepentirse de sus acciones en contra del apartheid. La película podría haber sido una oportunidad para descubrir la razón por la que los gobiernos consiguen que lo inaceptable para los ciudadanos se convierta en necesario, pero se queda en un largo spot, actuado, incluso interpretado afortunadamente, por Idris Elba.
The Grandmaster, de Wong Kar-Wai.
Existe un sector de la crítica y del público que está fascinado por las películas comerciales asiáticas y encuentra en ellas las virtudes que les parecen defectos en las producciones del resto del mundo. Si somos capaces de abstraernos a esa corriente y juzgar a las cosas por lo que son, no por lo que parecen, en The Grandmaster queda poco más que un guión hilado casi en exclusiva con sentencias pretendidamente trascendentales, y un preciosismo de la violencia que justifica su razón de ser en la tradición más reaccionaria. Si aquel cine que triunfó en los videoclubs no nos interesaba porque la lucha por los atavismos nos parecía lo contrario de todo lo que dignifica la lucha, en esta ocasión tampoco ha de seducirnos por mucho dinero que se haya empleado en tratar de volver a engañarnos. Lo tradicional es un sistema primitivo de control de las comunidades humanas, en el que se coloca una determinada concepción del orden social más allá del alcance de las leyes. Mucho ha costado sustituirlo por la racionalidad para que ahora nos llegue de nuevo embellecido y sacralizado por el marketing.
Shoah, de Claude Lanzmann.
En estos días en que se estrena El último de los Injustos del cineasta francés, ateo y de origen judío (y mítico director de la revista Les Temps Modernes) Claude Lanzmann, sería muy conveniente echar una mirada al fondo de catálogo de las filmotecas particulares y recuperar Shoah (1985), reeditada por Filmax hace no tanto tiempo. Largometraje de casi nueve horas de duración que le consagró y que se ha convertido en una pieza esencial del cine documental sobre el Holocausto. En los campos del III Reich se amontonaron las fosas comunes, como aún se amontonan en la península ibérica, y, al igual que aquí se ejecutó un genocidio sistemático contra la izquierda durante casi todo el siglo XX, hay que recordar que allí, en gran parte, los judíos también fueron exterminados por su ideología, pues eran unos de los mayores dinamizadores de las organizaciones sociales y sindicales en Alemania. Nadie puede explicar completamente esa barbarie, pero no por eso es inexplicable.
José Ramón Otero Roko.
Publicado en La Marea (Febrero de 2014) y el diario de información alternativa Rebelión.org