Educación sentimental, del brasileño Julio Bressane, fue la película ganadora del Gran Premio del Festival de Las Palmas de Gran Canaria, el único que queda, de los repartidos en las tierras que heredará Felipe VI, dedicado principalmente a la vanguardia cinematográfica. La mercantilización despiadada, como si no nos sobraran festivales dedicados a ser el banco de pruebas del marketing de la liga de plata (o directamente de las campañas de diplomacia civil destinadas a mejorar la imagen de determinados países) parece que intenta cebarse con este certamen que se ha visto acosado por razones mezquinas, a la manera del agresor que rompe una pierna y luego pregunta por qué la víctima no se levanta, con la intención de desestabilizarlo y ponerlo bajo el control de quienes, en el mundo al revés, aborrecen en el fondo el cine, pero no precisamente de lo que significa para ellos.
Rodeado el festival de la isla de Gran Canaria, y la isla del océano, parece que a algunos les salió bien la jugada de que el evento fuera ignorado por muchos ciudadanos por una doble vía: no sabiendo de su existencia o no sabiendo nada cierto de ella. Parte de los medios de comunicación canarios se encargaban de eso, pivotando entre la extravagancia y la mezquindad, para realizar comentarios odiosos, como la deuda que se pretende que se contraiga con ellos. Todos los largometrajes eran malos para ciertos individuos porque esa era una decisión que ya se había tomado antes de que se proyectaran. El deseado giro hacia el cine comercial no se daba, y si se diera tampoco valdría, a no ser que los postulantes hicieran de intermediarios para invitar a tal o cual actriz o actor, o negociar en una servilleta el coste de ofrecer determinada película en el hipotético futuro carnaval de cine palmense.
La obra de Bressane inspiró el mayor de los desprecios a quien no la había visto, aunque la presenciara. El texto, de los mejor trabajados de cuantos hemos contemplado en una pantalla en los últimos años, contrastaba con una puesta en escena muy sobria y a la vez autoconsciente del significado que iba a tener en su público potencial. Los excesos estaban de parte de su actriz protagonista que parecía dirigirse físicamente más al público que al sentido de sus diálogos. Sin embargo el texto se guarecía en las contrapartes de la actuación, en los planos fijos de las cosas que permanecían en silencio, en la filmación de exteriores que parecía proceder de una historia completamente diferente a la que se rodaba, menos intencional, menos sobresignificada.
El jurado, compuesto por la etnóloga Mane Cisneros, la actriz y directora Mireia Ros, la directora Valerie Massadian, y el crítico de cine y escritor Toni D’Angela, premiaba La Educación Sentimental, de Julio Bressane, por ser “inusual, andrógina, lunática, dionisiaca, sensual bigger than life. Un himno a la grandiosidad de la vida y una declaración de amor al cine y a su vocación para entrelazar distintos niveles de sentidos-sensaciones y lenguajes. Una película que denota por una parte una total maestría de la estructura, composición y narración sin dejar de ser poética, libre y orgásmica”. Un entusiasmo merecido por la oportunidad de poder vindicar un acontecimiento extraordinario. Independientemente de que el film provocara, o no, las mismas sensaciones en todos los que sí lo habían visto, lo fundamental era avalar la singularidad de la obra como acto y como contexto.
Mes seánces de lutte, de Jacques Doillon, obtuvo la Lady Harimaguada de Plata y el Premio a la Mejor Actuación Femenina para Sara Forestier, una intérprete que ya fue galardonada con el Cesar en Francia en 2003 a mejor actriz promesa y en 2011 en la categoría absoluta. El trabajo de Forestier en la película es sensacional. Su personaje está dominado por un conflicto sexual con un hombre mientras se reparte el testamento de su progenitor. El triángulo formado por el padre muerto, el amante que le niega el sexo después de haber sido rechazado, y ella misma, que convierte esa relación en un modo de sublimar la ausencia paterna, funciona de manera perfecta. Pero no es la explosividad del argumento lo más interesante del film. Sara Forestier interpreta arrebatada el papel del que no tiene otro lugar que habitar que el extremo. La falta de raíces, o el rechazo a las raíces de la protagonista, nos lleva a una forma de libertad violenta que resulta más atractiva exteriormente que la de quien trabaja por modificar su entorno. Ese personaje de “Elle” no pretende transformar a su familia, de hecho no obtiene el piano que reclama como toda herencia, ni tampoco convertir a su pareja en un sucedáneo de un clan que la jalee. Su lucha es diferente, el espacio que desea ocupar no debe haber existido anteriormente, ha de ser creado a medida, de forma que el lugar del otro permanezca y al mismo tiempo sume el de ella.
De la dependencia sólo conceptual a la dependencia impuesta por el imperativo de la ceguera media el trecho que recorre What They Don’t Talk About When They Talk About Love, del indonesio Mouly Surya. Un colegio para chicos invidentes, y la forma en que se crean los vínculos entre ellos, obtuvo el Premio José Rivero al Mejor Nuevo Director en este Festival de Las Palmas. Pero hay una manera mucho más interesante de reflexionar sobre la película que quedándose con la forma exterior de la historia, que por otro lado es valorable. Es difícil, después de haber visto el documental The Act of Killing, de Joshua Oppenheimer, contemplar una film indonesio sin cuestionarse un personaje como el que interpreta Nicholas Saputra, un chico sordomudo que trabaja en el colegio, que viste de manera contestataria y que protagoniza la historia de amor más interesante de la cinta.
Porque de lo que nos habla el director Mouly Surya es de víctimas que logran construir un universo afectivo e integrarse en ese tipo de sociedad, como demuestran los planos finales en un establecimiento 7-Eleven al que todas las parejas acuden por separado en sus citas. Eso, unido a detalles como la irrupción injustificada en el último tercio de los militares con el canto del himno nacional, y a partir del cual el desarrollo de la historia se vuelve errático, plantean una sombra sobre el largometraje, sombra del brutal sistema político en el que se produce el film, que amortigua la inocencia del conjunto y que da pistas sobre el clima de terror de un país que ejecutó el genocidio de un millón de personas de izquierda para asentar su sistema neoliberal.
João Carlos Castanha, protagonista de Castanha, del brasileño David Pretto, obtuvo el Premio a Mejor Actor. Castanha es un actor de televisión brasileño que se interpreta a sí mismo, como la mayoría de los que intervienen en la película, y que reproduce en el reparto su entorno más cercano, la madre con la que vive, su trabajo nocturno en cabarets, su doble rol de transexual e hijo devoto. Bien construida y bien interpretada, aunque el premio podría haber ido perfectamente para la prodigiosa voz de James Thiérrée, la contraparte de Sara Forestier en Mes séances de lutte, la razón de ser del film no es la normalización de todas las identidades sexuales en la sociedad en la que vivimos sino la insinuación de un examen de conciencia, acaso una confesión, ya que el protagonista retrata en la parte final del metraje el asesinato por encargo suyo del nieto drogadicto, al que cuida la madre, tras haberles robado en la casa. Esa es la peculiaridad de la obra y queda al completo de parte del público valorarla, puesto que el realizador da cuenta de ello como si fuera tan sólo una pieza, en igualdad con las demás, del universo, y el ego, del protagonista.
Por último Kumiko, The Treasure Hunter, del estadounidense David Zellner, Mención Especial del Jurado, daba sobrados argumentos a un público no habitual a los festivales de cine para asistir a las salas y asombrarse con una historia tan insólita como entrañable. Basada en una leyenda urbana japonesa, trata de una joven empleada de una oficina de Tokio que descubre en la película Fargo de los hermanos Coen la ubicación de un tesoro olvidado y cruza medio mundo para extraerlo de la nieve. El rostro de Rinko Kikuchi, la actriz protagonista, es un recital de la pureza y la obstinación de la locura. Su concepción del mundo es incuestionable, su obsesión es transparente, y eso nos llena en esta ocasión de ternura, porque la enajenación es una prueba de que la realidad cotidiana debería ser de otra manera. Cine independiente norteamericano del que se podía ver en el Festival de Gijón en sus buenos tiempos y donde allí también se unía al temblor de extraordinarios ensayos visuales. Una cinta que uno puede contemplar con una sonrisa imborrable excepto por una conclusión un poco cursi que trataba de asemejarla a un haiku pero que casi la convertía en el poema inédito de un novelista.
El Festival de Cine de Las Palmas, o el LPA Film Festival como se le conoce internacionalmente, es uno de los escasos baluartes que quedan en este país tras la crisis, y las excusas de la crisis, de comprobar que el futuro del cine, como ha sido siempre, pasa por la radicalidad creativa. Todos los discursos de la modernidad, con sus ambigüedades y sus certezas, sus riesgos, y sus apuestas por compartir algo muy profundo con los espectadores, estaban ahí, en su sección oficial. No sabemos si seguirá hacia delante, o irá para atrás, como todo lo que toca el Rey Midas del empobrecimiento cultural y humano de la ciudadanía. Pero, en cualquier caso, quienes asistieron y lo disfrutaron pueden sentirse felices con la idea de que no forman parte de la gran conspiración universal para volver a todo el mundo idiota.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en La Marea (Junio 2014), en el semanario Cambio 16 (Junio 2014), en el periódico Rebelión (Julio 2014) y en la revista Cine Arte (Septiembre 2014).