España ha visto en los últimos años como su mapa de Festivales perdía relevancia internacional a fuerza de efectuar recortes que no se justificaban ni en términos económicos, ni en términos sociales, sino en aras de un populismo vertical para el que la cultura es un gasto superfluo que deviene de una naturaleza, para ellos, ornamental y decorativa.
Hoy, de los tres principales Festivales de Cine de creación que se realizaban en este país, sólo queda uno, el de Las Palmas de Gran Canaria. Un proyecto que aún goza de múltiple eco en los círculos de autores, críticos y cinéfilos en todo el mundo, y que sin embargo ha tenido que llevar a cabo la edición de este año, concluida hace pocos días, entre la falta de presupuesto, la hostilidad de un sector de la prensa local y el amedrentamiento de su público. Público al que, desde determinadas instancias, se pretende atemorizar llenándole de prejuicios sobre la calidad de unas películas que, como la mayoría de las que se muestran en este tipo de eventos en todas partes, no suelen llegar a las salas comerciales, lo cual debiera de ser una prueba a favor de su interés y no en contra.
El Festival de Las Palmas no pudo realizarse el año pasado. Todos los que vemos éste cine, y escribimos sobre él, temimos que sucediera lo mismo que con las otras dos grandes citas del cine de vanguardia en España, Pamplona y Gijón, que ya habían sido anuladas con la excusa de la crisis eterna, de un tramposo “relanzamiento”, o de ese comodín del tahúr que proclama sin sonrojarse que tiene la intención de acercarse más a un público al que en el fondo desprecia.
En Gijón su festival gozó del apoyo masivo de los espectadores. Su director José Luis Cienfuegos había consolidado, con la complicidad de ciudadanía, prensa y crítica, el certamen entre los más importantes de Europa. En Navarra, gracias a su equipo artístico, el Festival Punto de Vista sumó para la capital pamplonesa una programación del máximo riesgo creativo unida a la vindicación de una modernidad que las fiestas de San Fermín o la lucha por la permanencia del Osasuna nunca proporcionarían. Los dos fueron descabezados por razones mezquinas destinadas a convencer a quienes no les interesa el cine ni lo que sucede cuando se le habita.
Para una ciudad tener un Festival de prestigio no supone, ni debe suponer, un beneficio económico directo. Lo que ofrece es dar densidad a su nombre, permitir que no caiga bajo la tiranía de una etiqueta turística o folclórica, concederle el estatuto de metrópoli más allá de esas postales sin textura que adornan los programas electorales. Y el prestigio, o como dicen los asesores de imagen “la marca”, no lo proporcionan las películas comerciales, aunque haya quien quiere hacer creer que sí.
Por ello la edición de este año del Festival de Las Palmas ha estado marcada por un contraste muy significativo entre lo que sucedía en la pantalla y lo que determinados elementos pretendían que sucediera en las salas. Por un lado la programación trató de suplir la falta de ciclos paralelos pensando en cinéfilos de todo tipo. En la sección oficial compartían sitio películas triunfadoras en Sundance con ensayos visuales brasileños o franceses, o películas de ciencia ficción rusas, todo ello sin perder rigor ni amplitud de miras. Y mientras, con el apoyo de parte de la prensa y televisión regionales, no se trataba de comunicar esa realidad a los ciudadanos sino de disuadirles por todos los medios de que acudieran a los cines, a menudo incluso con bochornosos comentarios a gritos en la sala por parte de algún periodista local, como si la ignorancia ya hubiera sido entronizada a costa del sentido común.
Las Palmas es un festival de cine excepcional, en el sentido de lo raro, de lo insólito o de lo inusitado, que significa proyectar películas que recorren algunos de los certámenes más singulares del mundo (Róterdam, Buenos Aires, Locarno, Cannes) en una ciudad, en las orillas de una isla, en medio de un océano, que tuvo la costumbre de mirar de cerca a lo que estaba más lejos y en la que hay quien ansía que esa forma de ver se pierda ya para siempre. Un cine de archipiélagos, que sí representa la modernidad –y la modernidad siempre está a contracorriente- y que se puede ubicar geográficamente en un lugar como Canarias; cara a cara con un continente que representa la realidad que discuten, en gran parte, los valores éticos de la contemporaneidad.
Esa mirada, contigua, en ocasiones se enajena por la felicidad o por el odio. Le sucedió el domingo pasado a los aficionados del club de fútbol de Las Palmas que, arrebatados por la alegría de ver ganar a su equipo, lo llevaron a la derrota. Y le sobrevino igualmente a los que en la ciudad aborrecen ese festival porque, aquejados del síndrome de Münchhausen, inventaron dolencias inexistentes para postularse como sus curadores, pretendieron acuchillarle para luego decir que una herida desconocida era la causa de su aflicción, fingieron un festival irreal en el intento de que las salas no estuvieran repletas, procurando que les oyeran quienes sentían vergüenza ajena al escucharles.
El problema del acoso y derribo a los festivales de cine de vanguardia, cosa que sucede en España a contracorriente de casi todos los demás lugares del mundo, sea cual sea la cultura o el signo político de sus ciudades, es que con ello se renuncia a ser otra cosa diferente a lo que el mercado, o los grandes intereses económicos, tienen reservado a una región, o una isla como es el caso. Se entrega a la ciudadanía a un modelo en el que ya no puede concebirse la diferencia como un valor social positivo, que todos estamos llamados a proteger puesto que de ahí a menudo surgen las ideas, y muchas veces las soluciones, que deben trascender lo que los intereses macroeconómicos a corto plazo pretenden dictar al cuerpo social.
Es muy fácil decir que el público no se identifica con su Festival mientras que por todos los medios se trata de ofrecer una visión negativa de lo extraordinario y lo insólito, a la vez que su análisis recae en quienes lo detestan. Ciertas actitudes corresponden, por particulares, a aquella frase de Goering de “Cuando oigo hablar de la cultura echo mano a mi pistola”, o a la de Millán Astray de "¡Muera la inteligencia!”, y no a una labor pedagógica que explique a sus conciudadanos el valor del descubrimiento y el compromiso de la colectividad con la excepcionalidad. Lo singular en el arte a menudo no agrada a la mayoría, porque la alienación pesa más que la originalidad, pero es esa mayoría la que padece a los que están empeñados en que el mundo de pasos atrás para que sus “líderes de opinión” puedan ir más lejos en sus ambiciones personales.
Igual que se extinguen las especies o las estrellas se puede extinguir un Festival de Cine. Lo sabe el que exige que ha de ser un negocio, como si ese argumento fuera válido, incluso desde su propia lógica, con los programas sociales de las empresas privadas, por poner un ejemplo con el que puedan sentirse identificados. Hay determinados campos que están fuera del concepto de rentabilidad incluso en las instituciones económicas más infames del planeta. Si ello se invoca a propósito de la Cultura lo mejor será que escondamos nuestras pertenencias cuando les veamos pasar, porque son los mismos que, pretendiendo ahorrarse el futuro, saquearán el presente.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en La Marea (Junio de 2014) y en el periódico Rebelión (Julio de 2014)