La editorial Avalon ha publicado este mes de agosto el DVD de la película ‘Todos están Muertos’ de Beatriz Sanchís, ganadora en el pasado Festival de Málaga del Premio Especial del Jurado y el de Mejor Banda Sonora, y del premio a la Mejor Actriz para Elena Anaya, principal activo de una producción que, sin contar con su presencia, tendría en algunos aspectos el perfil bajo habitual del discurso cinematográfico español dirigido al gran público en las últimas décadas.
Pese a que pudiera emprenderse una catalogación de urgencia con las etiquetas habituales con las que se archiva el cine comercial contemporáneo de nuestro país (fábula costumbrista, alegoría pop) el film sí tiene la habilidad de no apostar por el encasillamiento temático en alguna de las categorías ordinarias, quizás por convicción artística o como tentativa de sumar pequeños nichos de público. Hay una parte de leyenda (la de un grupo musical de gran éxito que sucumbe en sus conflictos internos) y que afortunadamente sólo se insinúa en una cierta épica, muy atenuada. Y hay una parte de parábola, fundamentalmente educacional y acerca de la relación entre padres e hijos, y que es quizás la parte más humilde y moderna, en un sentido político, de la película.
También desde dos ángulos es posible disfrutar de la cinta pese a sus muchos errores en la puesta en escena de la idea: el de la interpretación de Elena Anaya, para la que cualquier plano actúa como la adquisición o la devolución de una experiencia vital, y el de la perspectiva de ilusión moral (por encima de las señas de identidad de cine independiente de clase media) donde la asunción de cierto utilitarismo postmoderno autoriza la presencia de la tragedia como circunstancia y no como destino, aunque eso, en el fondo, sea parcial e incorrecto.
En ese aspecto y no en el formal, que está plagado de las debilidades conceptuales de la industria del cine español, es donde podemos pensar el film, en alguno de sus gestos, como vehículo de un mensaje significativo sobre el estado de la sociedad en la que vivimos y en la que lo ético ha sido abolido de lo práctico. El incesto, apartado de su dimensión clásica, es una condición exclusivamente anímica de la víctima y su efecto se ve reducido a una serie de síntomas, superables bajo la premisa de la magia y el amor. La religiosidad sin intermediarios es una puerta de acceso al milagro. La vida después de la muerte es una prerrogativa de quienes son demasiado singulares para agotar su existencia en este mundo.
Las tres mentiras, que entran en la esfera de lo que el pensamiento blando levemente progresista consideraba como aceptables antes de su crisis cultural, reflejan ese movimiento individualista para el que las respuestas se encuentran en el seno del sujeto, en una órbita en la que lo primitivo es un signo de lo auténtico y no una característica - un momento - de lo falso. La creencia, la fe, no son un síntoma de alienación cuando se concibe el mundo así, aunque lo sean, sino la expresión de una fortaleza extraordinaria porque lo que no existe es, paradójicamente, inconmensurable y por tanto fuente inagotable de un poder invisible para los más débiles.
Más allá de esa magnitud religiosa, que no tenía por qué convertirse en un camino inevitable si se quería acometer una pieza de realismo mágico urbano, y que resulta explotada en exceso y a sabiendas de que no va a resultar benigna (ni convincente) en la racionalidad de los espectadores, está la relación que Lupe, el personaje interpretado por Elena Anaya, establece con su hijo, con su madre y con su hermano.
Lupe, la Lupe que fue y la que debe ser, únicamente existe como tal enfrentada a la óptica del personaje de Diego, su hermano muerto, que es padre de su hijo Pancho, mientras que tanto para la abuela como para el niño es considerada una presencia más fantasmática que real en sus vidas. La catástrofe de esa doble ligazón se encuentra bajo el sello de un accidente mortal que se lleva a Diego, también su pareja artística en el grupo de pop Groenlandia, y del que Lupe es responsable. Lo que queda es ese hijo, Pancho, que la protagonista no quiere, y que cría Paquita, la abuela. Una abuela que fue la que convenció a Lupe de que no abortara aún a sabiendas de que Pancho era fruto de una relación entre sus dos hijos. El esquema, dramático, se sublima no desde la madurez de los discursos, que se producen, para bien, independientemente de la situación objetiva de los personajes, sino a través de una serie de actos (Lupe consigue salir de la casa para asistir a la actuación de Pancho, Paquita se droga para ver a Diego, Pancho decide interpretar una canción de sus padres, Diego deja a su hijo las botas que le tienen en pie) y que explican la condición de esos caracteres de manera más profunda que el papel que les adjudicaría el esqueleto de la historia.
Para finalizar, por muy alabada que haya sido (y también signifique una de las causas fundamentales de su realización) la puesta en escena del film resta bastante veracidad al conjunto por la vía de la inflación de rasgos estilísticos, accesorios, y objetos de culto de determinada tribu urbana, que parece que amortiguan el mensaje en la tentativa de una recreación demasiado patente de un tiempo añorado por los nuevos - y precarios - burgueses y que convierte a veces el film en una exposición de vintage ochentero. Y del mismo modo no está bien resuelta la atemporalidad a la que juega el guion, que podría ubicarse en los ’90, o en la primera o segunda década de este siglo, y en la que se pretende que cualquier sector del público se sienta vinculado a esos objetos tal y como los percibió en la etapa de su vida en que estaban presentes, aunque en algunos momentos puede servir para desorientar a los espectadores.
“Todos están muertos, todos menos nosotros” dice casi al final de la película la voz en off de Pancho citando a Lupe. Y ese personaje, que ha vivido la maternidad como un trauma y la sexualidad como una tragedia, nos enseña, pensándola, algo verdadero en el seno de lo falso.
Por José Ramón Otero Roko
Publicado en La Marea (Septiembre 2014) y Rebelión (Octubre de 2014)