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“Todo cuanto hay de valioso en la historia humana -las grandes realizaciones de la física y de la astronomía, de la medicina, de la filosofía y el arte, de los descubrimientos geográficos- ha sido obra de radicales” - Herbert Read.

Epílogo a La Falta de Lectura, por Constantino Bertolo

El enigma


El diccionario de la RAE entiende por epílogo la recapitulación de lo dicho en un discurso o en otra composición literaria, y una gran mayoría de los epílogos al uso se pliegan con más o menos acierto a esta fórmula para certificar o confirmar a los lectores aquella bondad y méritos de lo leído que los prólogos suelen anunciar y prometer. Entiendo además que el agudo acercamiento que en el prólogo de Virgilio Tortosa encontramos y que de arriba abajo comparto y celebro, me dispensa de cualquier intento de ampliar o subrayar lo allí expuesto. Tampoco es mi intención tratar de intervenir en el juicio final que lectores y lectoras habrán sin duda –o con las dudas pertinentes- emitido una vez que el proceso de lectura les ha llevado a recorrer el poemario que el libro reúne hasta llegar a esta pieza final. En la Wikipedia, ese Vademécum cultural de nuestro tiempo, se encuentra una definición del término que me resulta más conveniente para mis propósitos por más que no parezca ajustarse al terreno de la poesía. Dice así: epílogo es una parte final, opcional, en una obra de ficción (se aplica usualmente a novelas, películas, series de televisión o videojuegos) que narra hechos producidos tras el desenlace de la trama principal, como por ejemplo el destino de los personajes protagonistas tras ese desenlace. Es evidente que si me acojo a este uso semántico es porque entiendo que en todo libro literario, y de manera muy especial en todo libro de poemas, los lectores nos encontramos ante un enigma que como Edipo ante la Esfinge estamos obligados a responder. Me atrevería incluso a afirmar que todo texto cuya lectura no suponga la resolución de un enigma difícilmente merecerá el calificativo de texto literario. Sin enigma -¿Qué quiere de nosotros este texto?- no hay literatura sino quincalla y espejuelos literarios. Sin enigma no hay texto sino redacción. Sin enigma no hay lectura sino deletreo, repetición, ruido, ausencia o falta de lectura. Pero en un poemario y más en un poemario como este ¿hay protagonistas? Y si los hubiere ¿cabe preguntarse por su destino tras el desenlace? Intentar responder a estas preguntas es la tarea de este epílogo. Veamos:


A mi entender en La falta de lectura, y de manera sobresaliente, se encuentran implicados dos protagonistas agónicos (en combate): el propio texto (la Esfinge) y el lector (Edipo), y de su encuentro no solo brotan consecuencias para cada uno de ellos sino para la ciudad que los propicia y que en definitiva se constituye, implícita pero de modo inevitable, como tercer protagonista de la trama poética que el libro de poemas construye. Y es este triunvirato de elementos el que marca la diferencia específica de este libro que sustenta su poética en cimientos muy alejados de las estéticas dominantes en la poesía española actual, es decir, en una poesía que no guarda ningún secreto, que no obliga al lector a responder a pregunta alguna y que ha sustituido el enigma que todo texto supone por una grata y confortable complicidad.


El texto


Como texto, los poemas que conforman el libro al tiempo que -inevitablemente- dicen, «maldicen», buscan expresamente el mal-decir, incluso el no-decir o el contra-decir-se, ateniéndose a una actitud compositiva que explora con perseverancia y sentido tanto la dislocación, la destrucción, la disociación y la discordancia como sus contrarios y no para construirse como cómodo espacio de contradicción sino para segarle la hierba semántica a esa contradicción en la que el humanismo estético tan placenteramente se refugia. Como texto no es que rompa las expectativas que el lector domesticado por la poesía hegemónica puede esperar sino que renuncia a ese juego de las expectativas primero arrebatadas y luego restituidas pero siempre elaboradas e impuestas en el interior de la clase sociocultural que detenta el sí y el no de lo poético. Como texto, en definitiva, se resiste a ser consumido, a que la lectura lo abduzca, lo desvanezca o lo torne transparente o carne de antología insípida, inodora, incolora y comercial. Los poemas no solo se resisten a entregar su sentido y significado sino que encuentran en esa resistencia su razón de ser pues  el significado -el secreto- debe ser conquistado, descodificado, abarcado, comprendido y eso exige por parte del lector una colaboración activa con/contra/desde el lenguaje que  los poemas le ofrecen. Exige por tanto un esfuerzo intelectivo y moral -«Sólo la valentía nos aprende a leer»- y un alto grado de concentración semántica que son causa de que su lectura no resulte cómoda ni fácilmente digerible para un lector que comprueba desconcertado que cuando el primer proceso de lectura arriba al poema final las conclusiones -¿Qué quiere de mí este texto?- están lejos de haberse alcanzado, haciéndose necesario reiniciar de nuevo la lectura. Y esa necesidad de volver a empezar  para tratar de entender cuestiona eso que los lectores de poesía más apreciamos: la buena imagen que el cultivado hábito de leer poesía nos devuelve.


El lector


La especie lector de poesía dominante se caracteriza por la autosatisfacción y el narcisismo que en el espejo poético encuentra. Como lector de poesía se siente distinto, es decir, superior, es decir, inmortal porque al fin y al cabo es uno de esos elegidos -pocos en tiempos tan prosaicos- que son capaces de descifrar y sentir el lenguaje de los dioses: la belleza. La poesía -en tanto metáfora del Arte- genera un derecho de admisión, un espacio privado, que los lectores disfrutan y capitalizan. Ese lector de poesía siente -sentimiento que el crítico de poesía también suele compartir- que la lectura le reviste de distinción y le confirma la posesión de una sensibilidad refinada que eleva al tiempo su autoestima y su consideración social. Para ese lector de poesía leer es reconocerse (agradablemente), afirmar (encantado) su pertenencia a la casta de los elegidos, su entrada (merecida) a esa alta vía humanista que nos redime del anonimato social, de la mediocridad existencial y de la muerte en definitiva. Para ese arquetipo de lector de poesía, y ese lector es hoy el lector hegemónico - «Sólo bajo la cobardía os enseñan a leer»-, leer poesía es renovarse como alma selecta. De ahí que toda poesía que no le ofrezca esa imagen de sí mismo sea cuestionada o rechazada. Dicho esto  hay que convenir en que  los lectores y lectoras de La falta de lectura nada de esto van a encontrar: nada que les halague el alma, nada que acaricie o calme su sensibilidad, nada donde acrecentar el narcisismo y sí mucho de duda, mucho de miedo a no entender y mucho de puesta en cuestión de su inteligencia poética porque las rupturas con lo predecible, las dislocaciones y las múltiples discordancias morfosintácticas o semánticas presentes en el lenguaje poético del libro actúan como un campo de minas que hace saltar por los aires  las expectativas poéticas convencionales. Y dado que toda Poética es una convención no cabe sino avisar de que este libro es un libro inconveniente y especialmente apropiado para lectores no dóciles, es decir, para lectores mal-educados. 


En momentos en que la mayoría de las poéticas hoy presentes en la actividad literaria española aparecen como correctas -sumamente correctas incluso-, bien pulidas, bien afinadas, bien instaladas en el buen tono y en las confidencias de clase (media) -peroraciones sobre el amor y el daño, sobre la pérdida de lo que nunca se tuvo, sobre la infidelidad al sueño de ser otro-,  lo inconveniente se nos aparece como lo necesario. La poesía española actual es una poesía (con excepciones: dos o tres) que habla en voz baja, que se produce y consume entre amigos o amiguetes, moviendo guiños y pertenencias, exhibiendo metáforas autistas o endogámicas y a la que aunque sin duda hay que agradecer que haya acabado con cualquier tentación de pomposidad retórica es inevitable reprochar que haya optado por situarse en ese espacio plástico semejante  al de las naturalezas muertas en donde reluce el brillo de la manzana, y sobresale el quietismo formal de las líneas y sombras del jarrón correspondiente o la transparencia virtuosa y sabia del vaso de agua inevitable. Una poesía neonaturalista en definitiva que no cesa de producir bodegones líricos en los que no falta nunca la vida interior como cobijo, la memoria como nostalgia, la nostalgia como futuro, la contradicción como confort y la tonalidad como buen tono. Que en medio de ese paisaje alguien recuerde que la pintura mancha y que las palabras pueden ser palabras destempladas no dejará de tener su consecuencia sobre ese panorama poético tan limpio, aséptico y aseado.


La ciudad


Nos encontramos así ante un texto que se resiste a que la lectura tenga punto y final y que provoca la exigencia de un lector que debe abandonar las expectativas que las poéticas lecturas humanistas  hayan podido inocularle. Con dos protagonistas, texto y lectura, que combaten contra lo poéticamente establecido, es decir, contra lo ideológicamente asentado: «todo signo es ideología». Nos quedaría por tanto por abordar aquel tercer protagonista ya con anterioridad identificado: la ciudad común en donde texto y lector se encuentran o desencuentran. La voz poética que sale a nuestro encuentro no se circunscribe o limita al usual intercambio de intimidades. Su alcance es otro: la imprecación, el ser oído, es decir, la implicación de un lector colectivo, civil, al que conciernen las lenguas de la ley. No hay en esta voz que nos llega inesperada ningún reservado el derecho de admisión que nos preserve  de «lo ordinario» y nos instale en lo inefable sino que, muy al contrario, a nadie se le concede excusa para la ceguera -«Vuestro diccionario / escribe contra vuestra lengua / contra vuestros ojos»- pues a todos se nos da aviso: «Todo lo que / lee, lee, contra vosotros». No hay aquí ninguna construcción de un nosotros confortable, ninguna distinción tranquilizadora, ninguna autoayuda para esas almas tan sensibles y cultivadas que hasta leen poesía. Hay interpelación, es decir, exigencia de respuesta y en consecuencia una  responsabilidad que atañe también al que ha de responder si en verdad le interesa la lectura, es decir, «la consistencia justa de las cosas». Y esta voz, como toda responsabilidad, crea ciudad, convivencia, contacto, materialidad, lengua pero también sabotaje, confusión, sospecha, apostasía, oposición, tabla rasa: «todo lo que creo / creo contra vosotros».


Que nadie se crea que este libro tiene punto y final. No es de esos libros que uno -«todo lo que escribe / escribe contra Uno»-  puede enterrar en el anaquel de una librería para citarlo ya con entusiasmo ya con menoscabo en medio de una conversación ilustrada. Ni el enigma que propone, ni el lector que lleva dentro, ni la ciudad donde sus palabras suceden tienen como destino único lo literario. Su destino final está en nuestras vidas, en nuestra respuesta y dar respuesta es ahora la tarea que su lectura nos impone. La esfinge aguarda. Ojalá que leamos bien y que nuestra respuesta sea la justa. La falta de lectura podría ser mortal. De necesidad.


Constantino Bértolo

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